domingo, 9 de agosto de 2015

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

COINCIDENCIAS
Hay ratos cuando, como mexicana, me quedo sin respuestas a tantos “por qué”… Volteo a mirar el país cuyas riendas ahora están tomando las nuevas generaciones, y  caigo en cuenta que en muy pocos lustros se abrió una zanja abismal entre el concepto de nación que nuestros padres depositaron en nuestras manos, y el que ahora estamos pasando a los hijos. 
Esta última semana nos cimbró un asesinato múltiple ocurrido en la ciudad de México, de tintes políticos para el buen entendedor, pero que se ha venido encubriendo bajo distintos argumentos para alejar toda sospecha de lo que en realidad parece haber sido.  El principal objetivo del sangriento ataque fue Rubén Espinosa,  un periodista veracruzano que ya había tenido problemas en su estado natal  a causa de su oficio, por lo que cambió de residencia  queriendo resguardarse, para finalmente no lograrlo.  Junto con él fue asesinada una joven idealista que de alguna manera también se sentía amenazada en tierras veracruzanas: Nadia Vera nació en Comitán Chiapas, y estudió la carrera de Antropología Social en la Facultad de Humanidades de la Universidad Veracruzana, en Xalapa, y la primera noticia de su muerte  la obtuve a través de la Maestra Eve Goujon, catedrática de dicha facultad. Las coincidencias  que hallo son que mi esposo José estudió la misma carrera, en la misma facultad,  tuvo a la misma maestra Goujon como catedrática, y  también era un idealista.
La muerte de Nadia ocurre a escasos días del aniversario luctuoso de Rosario Castellanos, poeta chiapaneca, no de nacimiento sino por adopción, muerta igualmente en condiciones trágicas mientras cumplía funciones diplomáticas en Israel.  Y otra coincidencia, la madre de Nadia es también poeta como Rosario.  De este modo a los “por qué” iniciales se suman otros tantos, que cuestionan la razón de  tal coincidencia, y me recuerdan esa hermosa canción “Coincidir” de Fernando Delgadillo (que tantos se adjudican, por cierto), y que en uno de sus versos dice: “Si la vida se sostiene por instantes/y un instante es el momento de existir…”
Lo que he venido leyendo de Nadia (porque, debo reconocer, antes de estos acontecimientos no la conocía), me hace recordar pasajes  vividos por mi esposo durante los años de facultad y de prácticas profesionales.  De alguna manera, en ese afán de entender la vida, el antropólogo social  entabla un juego peligroso con la muerte, como hizo Nadia durante mucho tiempo, hasta que le tocó perder. Así recuerdo a mi esposo narrando experiencias que vivió al lado de sus compañeros de carrera, y me vienen a la memoria  vivencias que tuve como esposa cuando él se exponía con absoluta convicción a situaciones de peligro, con tal de abarcar el conocimiento de los grupos humanos que investigaba.  Cuando hubo planes de arrancar un polo de desarrollo en Maderas del Carmen, él anduvo solo por la Sierra Hermosa de Santa Rosa durante períodos de una a dos semanas, debiendo enfrentar hasta osos en aquella soledad.  Ya instalado en esta frontera, frecuentaba la ribera del Bravo para dialogar con los migrantes, o levantaba en la carretera a grupos de campesinos que pedían aventón. Prácticas como estas  fueron comunes en él,  y  en más de una ocasión me quedé con el alma en un hilo, temiendo que algo grave pudiera sucederle.   En fin, por alguna razón el Día del Antropólogo se celebra el 2 de noviembre.
La madre de Nadia frente a su hija entendió muy bien que ese juego peligroso que la joven profesional estaba jugando, no lo abandonaría nunca, y como muestra de esa aceptación y el respeto de mujer a mujer, escribió un bello poema dedicado: “A Nadia Dominique, la mujer… que soy”. Y comienza “Se están volviendo margaritas los huesos de la niña…”. Y más delante: “No te vayas de mí, pájara libre…” Me llevó a pensar cuán grande será el dolor de perder una hija de esta forma, por  haberse enamorado a tal grado de una profesión que hasta se lleva en la sangre, y por la que  una persona está dispuesta a dar la vida.
La impronta de los padres se queda grabada en los hijos, de eso no cabe la menor duda.  Ahora veo a mi hija en sus luchas por la justicia social, por los ideales que considera deben defenderse con todo, y parece que veo a su padre el  idealista, el que no era capaz de albergar algún mal pensamiento, y que muchas veces tuvo que pagar caro ese candor, pero si de algo estoy convencida, es de que fue feliz.  Y volteo a ver a la madre de Nadia y entiendo que ella la dejó partir hace mucho tiempo, una vez que supo que la envergadura de sus alas habría de sostenerla para volar como ella quiso hacerlo siempre.

Descansa en paz, Nadia. Ya comienzan a florecer las margaritas.


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