domingo, 3 de noviembre de 2013

NUESTRA TRADICIÓN DE MUERTOS por Carlos Bravo Matus*

Estamos en una de las épocas bellas y románticas del año, empapada de tradiciones y filosofía que ha perdurado a través de los siglos y sobrevivido a la conquista española, aunque las creencias y tradiciones de nuestras culturas indígenas mesoamericanas, se mezclaron hasta fusionarse con la evangelización cristiana, que aprovecha para introducir la doctrina sin alejar de golpe las creencias arraigadas de los pueblos precolombinos, aunque al final dichas tradiciones se hacen parte de la cultura después de la conquista.
Dicha tradición tiene inicio hoy, con la espera de las primeras almas al altar puesto en casa, llegando después las ánimas de los niños y posteriormente la de los adultos y los miembros de la familia que han partido.
La tradición se basa en la partida de las almas hacia el Mictlán o lugar de los muertos, para lo cual tendrán que ir pasando por los nueve niveles antes de llegar al final del inframundo para descansar finalmente o temporal si es que el alma luego remontara hacia el cielo de los dioses. Durante esos nueve niveles, el alma del muerto se enfrentaría a diversas pruebas u obstáculos que tendría que sortear como ser reconocido por un perro Xoloitzcuintle, cruzar unos cerros que abrían y cerraban, otro cubierto de filosos pedernales, otro que era un lugar desolado de hielo y piedra, el quinto que era una zona desértica de ocho páramos con vientos helados; el siguiente donde se enfrentaba a las flechas disparadas por manos invisibles, el séptimo habitado por fieras salvajes que podrían comerle el corazón. El siguiente lleno de niebla gris que podría dejar sin visibilidad al alma, pudiendo caer a alguno de los nueve profundos ríos conocidos como Chicunahuápan y tras lograr bajar dichos niveles, llegar finalmente al Mictlán, habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, señores de los muertos, donde los muertos liberaban su alma o tonalli para alcanzar el descanso. Esta creencia da lugar al novenario actual y a los nueve niveles del altar de la conmemoración de los días de muertos, coronado por el crucifijo, las fotos de nuestros muertos y en descenso las velas encendidas para dar luz a las almas y guiarlas hacia el altar, las ofrendas consistentes en pan de muerto, chocolate, café, agua y sal, la bebida y licor, dulces para los niños y diversos platillos en especial los que gustaban a nuestros difuntos. Adornado con mantelería de papel picado, y flores de muerto, especialmente el cempazuchitl y el moco de guajolote. Viandas que se ofrecerán a los visitantes de nuestro altar y que degustará la familia pasado el medio día del dos de noviembre.
No todas las almas tenían que pasar por los nueve niveles, entre ellos las mujeres muertas durante el parto, los guerreros muertos en batalla y los que morían ahogados; las primeras llegaban a la casa de Tonatiuh, pero en las noches se aparecían en los caminos buscando a sus hijos que no conocieron, naciendo la leyenda de La Llorona. Los segundos también pasaban directamente a la casa Tonatiuh para después reencarnar en forma de colibrí, mientras que los ahogados iban a la casa de Tláloc.
Si bien el trayecto hacia el Mictlán duraba cuatro años para nuestras culturas precolombinas, tras la evangelización se llevó a nueve días para poder dejar partir el alma hacia el descanso eterno.
Tras pasar reposando al lado de Mictlantecuhtli por un tiempo, las almas podían remontar los trece cielos, siendo cada uno un nivel hasta llegar al treceavo cielo donde habitan los dioses de la dualidad creadores del universo, pasando en sentido vertical bajo el influjo de los puntos cardinales representados por Tezcatlipoca (Norte), Tláloc (Este), Quetzalcóatl (Oeste) y Huitzilopochtli (sur), siendo el punto de unión Xiuhtecuhtli al centro, para juntar el cielo con la tierra y relacionando al hombre con los cuatro elementos y con el cosmos.
Cada nivel representa un mes lunar, que sumados dan trescientos sesenta y cuatro días, dejando el siguiente día para celebrar el fuego nuevo. De esta tradición nace la celebración del cabo de año en donde se vuelve a recordar al difunto con rezos y viandas que se ofrecen a los visitantes.
Con algunas variantes esta tradición ha vivido de la mitad del país hacia el sur, incluidos algunos países de Centro América, aunque la modernidad, la actual  forma de los sepelios y velatorios han dejando atrás la celebración, sobreviviendo en lugares del estado de México como Xochimilco y Mixqui, Michoacán, especialmente en Pátzcuaro, en Guerrero, Oaxaca, sur de Tamaulipas, algunas zonas de Puebla, Hidalgo y Yucatán siendo muy importante en Veracruz y Tabasco.
Así que si no lo ha puesto, ponga su altar en algún lugar de su casa, adórnelo con las velas, calaveritas de dulce, agua y sal, café y chocolate y los platillos que degustaban sus difuntos más cercanos, espérelos con afecto reviviendo su memoria y después déjelos ir para que regresen el año entrante, pero sobretodo enseñe a sus hijos y nietos la tradición para que esta viva por siempre.

*Carlos Bravo Matus es médico pediatra subespecializado en Cirugía y Ginecología, además de columnista veracruzano.


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