Estamos en una de las épocas
bellas y románticas del año, empapada de tradiciones y filosofía que ha
perdurado a través de los siglos y sobrevivido a la conquista española, aunque
las creencias y tradiciones de nuestras culturas indígenas mesoamericanas, se
mezclaron hasta fusionarse con la evangelización cristiana, que aprovecha para
introducir la doctrina sin alejar de golpe las creencias arraigadas de los
pueblos precolombinos, aunque al final dichas tradiciones se hacen parte de la
cultura después de la conquista.
Dicha tradición tiene inicio
hoy, con la espera de las primeras almas al altar puesto en casa, llegando
después las ánimas de los niños y posteriormente la de los adultos y los
miembros de la familia que han partido.
La tradición se basa en la
partida de las almas hacia el Mictlán o lugar de los muertos, para lo cual
tendrán que ir pasando por los nueve niveles antes de llegar al final del
inframundo para descansar finalmente o temporal si es que el alma luego
remontara hacia el cielo de los dioses. Durante esos nueve niveles, el alma del
muerto se enfrentaría a diversas pruebas u obstáculos que tendría que sortear
como ser reconocido por un perro Xoloitzcuintle, cruzar unos cerros que abrían
y cerraban, otro cubierto de filosos pedernales, otro que era un lugar desolado
de hielo y piedra, el quinto que era una zona desértica de ocho páramos con
vientos helados; el siguiente donde se enfrentaba a las flechas disparadas por
manos invisibles, el séptimo habitado por fieras salvajes que podrían comerle
el corazón. El siguiente lleno de niebla gris que podría dejar sin visibilidad
al alma, pudiendo caer a alguno de los nueve profundos ríos conocidos como
Chicunahuápan y tras lograr bajar dichos niveles, llegar finalmente al Mictlán,
habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, señores de los muertos, donde
los muertos liberaban su alma o tonalli para alcanzar el descanso. Esta
creencia da lugar al novenario actual y a los nueve niveles del altar de la
conmemoración de los días de muertos, coronado por el crucifijo, las fotos de
nuestros muertos y en descenso las velas encendidas para dar luz a las almas y
guiarlas hacia el altar, las ofrendas consistentes en pan de muerto, chocolate,
café, agua y sal, la bebida y licor, dulces para los niños y diversos platillos
en especial los que gustaban a nuestros difuntos. Adornado con mantelería de
papel picado, y flores de muerto, especialmente el cempazuchitl y el moco de
guajolote. Viandas que se ofrecerán a los visitantes de nuestro altar y que
degustará la familia pasado el medio día del dos de noviembre.
No todas las almas tenían que
pasar por los nueve niveles, entre ellos las mujeres muertas durante el parto,
los guerreros muertos en batalla y los que morían ahogados; las primeras
llegaban a la casa de Tonatiuh, pero en las noches se aparecían en los caminos
buscando a sus hijos que no conocieron, naciendo la leyenda de La Llorona. Los
segundos también pasaban directamente a la casa Tonatiuh para después
reencarnar en forma de colibrí, mientras que los ahogados iban a la casa de
Tláloc.
Si bien el trayecto hacia el
Mictlán duraba cuatro años para nuestras culturas precolombinas, tras la
evangelización se llevó a nueve días para poder dejar partir el alma hacia el
descanso eterno.
Tras pasar reposando al lado
de Mictlantecuhtli por un tiempo, las almas podían remontar los trece cielos,
siendo cada uno un nivel hasta llegar al treceavo cielo donde habitan los
dioses de la dualidad creadores del universo, pasando en sentido vertical bajo
el influjo de los puntos cardinales representados por Tezcatlipoca (Norte),
Tláloc (Este), Quetzalcóatl (Oeste) y Huitzilopochtli (sur), siendo el punto de
unión Xiuhtecuhtli al centro, para juntar el cielo con la tierra y relacionando
al hombre con los cuatro elementos y con el cosmos.
Cada nivel representa un mes
lunar, que sumados dan trescientos sesenta y cuatro días, dejando el siguiente
día para celebrar el fuego nuevo. De esta tradición nace la celebración del
cabo de año en donde se vuelve a recordar al difunto con rezos y viandas que se
ofrecen a los visitantes.
Con algunas variantes esta
tradición ha vivido de la mitad del país hacia el sur, incluidos algunos países
de Centro América, aunque la modernidad, la actual forma de los sepelios y velatorios han
dejando atrás la celebración, sobreviviendo en lugares del estado de México
como Xochimilco y Mixqui, Michoacán, especialmente en Pátzcuaro, en Guerrero,
Oaxaca, sur de Tamaulipas, algunas zonas de Puebla, Hidalgo y Yucatán siendo
muy importante en Veracruz y Tabasco.
Así que si no lo ha puesto,
ponga su altar en algún lugar de su casa, adórnelo con las velas, calaveritas
de dulce, agua y sal, café y chocolate y los platillos que degustaban sus
difuntos más cercanos, espérelos con afecto reviviendo su memoria y después
déjelos ir para que regresen el año entrante, pero sobretodo enseñe a sus hijos
y nietos la tradición para que esta viva por siempre.
*Carlos Bravo Matus es médico pediatra subespecializado en Cirugía y Ginecología, además de columnista veracruzano.
*Carlos Bravo Matus es médico pediatra subespecializado en Cirugía y Ginecología, además de columnista veracruzano.
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