Ilustración: Marco Verazaluce |
Las notas resbalaban en sus oídos. Movía los dedos rítmicamente. Seguía el compás, tarareaba el crescendo, se emocionaba con el stacatto. No veía ninguno de los demás rostros que cabeceaban, que se movían en torno suyo (y los había interesantísimos: expresionistas, cubistas, futuristas). Su concentración era prodigiosa. Parecía, si se le observaba con un mínimo de atención, que era su propia obra, y no la de Mozart, la que estaba ejecutando aquel pianista.
El piano. El piano. El piano era el causante: de ahí venían sus emociones, lo anhelado, lo borrascoso. Quería unirse con todos sus sentidos a él. Así lo había deseado siempre.
Así lo había deseado desde los cuatro o cinco años de edad: veinte más habían transcurrido desde entonces. Recordaba que cuando pequeño —y casi hasta ser un adolescente— se arrodillaba en el mosaico rojo y jugaba a los carritos mientras su padre tocaba Mozart, Schumann, Schubert, Brahms —y desde luego a Beethoven. Su gusto, no dejaba de repetírselo, era excelente: conocía, palpaba a los clásicos y a los románticos, los dominaba a la perfección, ¡claro, a su progenitor le fascinaban! Se pasaba así horas y horas tratando de memorizar las frases, las melodías. Veía sus manos deslizarse, rivalizando entre sí. Y entonces corría hasta llegar fatigado a su playa predilecta, la vieja compañera inacabable, tan familiar, tan propia.
Al mar, a aquella enorme masa azul que parecía ser hueca, le confesaba su afán de dominar el instrumento. Aún no lo lograba pero seguiría insistiendo. A esa lucha —soñaba— consagraría toda la carga de inteligencia y de pasión que sentía poseer. ¿Y la pintura? Estaba en segundo plano, atrasito de la música, pero le exigía su cuota de tiempo y concentración. Todo era cosa de organizarse, se repetía cuando sentía que el mundo se le venía encima.
Cierto, mi padre me inyecta ánimos, pero a la vez me humilla, me lastima, ¡como si todos naciéramos genios! Paciencia, es lo que yo requiero, paciencia. ¡Dónde la encuentro, dónde! En mi soledad. Cuidado. Solamente ahí. En mi soledad. ¿Y el piano? Él simboliza todo lo contrario, con él jamás puedo estar a solas: es un insolente, no tolera errores, ni siquiera descansos. El piano y la música. Me acuchillan, me despedazan. El piano. Maldito artefacto. Ahí está: esperándome, mirándome, desafiándome: fiel al sonido, implacable con los dedos torpes.
En realidad, Edmundo estaba ya ubicado. Músicos frustrados los había a montones —incluso más que poetas, se consolaba sonriendo. Mozart, mientras tanto, seguía penetrando hasta la médula. Lo oía y alcanzaba a conmoverse: quizá no era demasiado tarde. Cerró los ojos. El andante se enredaba en las columnillas art nouveau. Edmundo sentía que sus manos volaban hacia los pinceles. Los colores predilectos parecían escurrir delante de él. Sí, su trabajo como pintor comenzaba a perfilarse apenas. Le profetizaban que sería grande. Pero él no estaba conforme.
No, hijo, tu verdadero camino es perpetuar la memoria de tu padre a través de la música. Para allá deben ir encaminados tus esfuerzos. No te desvíes jamás. Tu pintura es hermosa. ¡Posees los genes! Vendrán premios, innúmeras satisfacciones. Eres afortunado en haber heredado mi talento. Hijo, mi pequeño hijo, me haces feliz. Ven, enséñame una vez más el retrato que hiciste de mí.
¡Un error! ¡Diablos! Este recital estaba convirtiéndose en algo insoportable. El artista no sólo faltaba al espíritu mozartiano, no sólo lo violentaba, si no que cometía la irreverencia de errar. Era una audacia inadmisible, juraba Edmundo.
Sé que te he fallado, padre. No me abandones. Tú eres el único que me has soportado, que siquiera me soportas. Bueno, sí, mi pintura, mi arte, etcétera, etcétera, ya lo sé. Pero entiéndeme. La relación que guardo con la pintura es diferente. Además, mi arte es injuriado una y otra vez por ojos obcecados que no dejan jamás de compararlo.
Pero no para todos se profanaba el mensaje pianístico. Otros, los más, gozaban de la audición. El pianista había mantenido sorprendido a su público por la facilidad con que resolvía los más escabrosos peldaños mozartianos; pero también había sabido arrancar del teclado aquello que diferenciaba precisamente a Mozart de los demás compositores: esa especie de atmósfera ingenua, infantil. Música escrita por un monstruo que aún no abandonaba la cuna. La nota que se le escapó en un momento de euforia había que situarla, pues, como un minúsculo capricho de un intérprete mayúsculo.
Padre, mira, déjame enseñarte algo. Ven, voltéalo tú mismo. ¿Te gusta? Es una construcción plástica de la Novena Sinfonía. Fíjate bien: estos rombos representan los coros, y estas sombras la orquesta, y este azul turquesa al director. ¿Te das cuenta? Me he quitado de encima el peso de no ser músico. ¿Qué opinas, papá? No te enojes. Ya sé que no tengo por qué recurrir a la música. Que me olvide de ella. Que la separe por completo de la pintura. Ya lo sé. No, no soy un cobarde. No estoy desahuciado en el arte. ¡No soy un maldito de la pintura!
Edmundo contempló al pianista. El foro se había tornado nebuloso, en un tono que bien recordaba al verde oscuro. La silueta del músico era difusa, pero no su sonido —reía entusiasmado.
En ocasiones, hijo, un error es un gran poema, y la gente lo debe entender, lo debe comprender, y debe participar.
De pronto, como si hubiera sido inoculado por una descarga invisible, se levantó de su lugar: desfilaban en el banquillo del piano pianistas que nadie hubiera logrado reunir: Brailowsky, Gyesekin, Serkin, Horowitz, Cortot… su propio padre.
¡Ven, ven!, lo llamaba el piano…
Maldito artefacto, maldito animal, siempre ahí: retándome…
…que, animado por el presto, adquiría dimensiones colosales. Sus patas se fugaban, se extendían reptando entre las piernas de los espectadores. La tapa del instrumento giraba y giraba hasta cubrir la bóveda, desde donde las musas miraban. Y en la caja negra las cuerdas se reventaban.
Edmundo escuchaba como si en eso se le fuera la vida. Había pasado frente a las demás butacas de la fila, y ahora estaba en el pasillo. No quería perder detalle: la fugacidad de las corcheas y la transparencia de las blancas bailoteaban sobre el teclado, mientras los pedales se movían a velocidades fantásticas como si fueran impulsados por un hombre de mil piernas.
La música es una mujer, jamás una dama. Hay que acariciarla, hay que golpearla. Hay que obligarla a vivir en nuestras manos. ¡Tú eres capaz de hacerlo!
Edmundo, vociferando, corrió hacia el foro.
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Eusebio Ruvalcaba. Escritor mexicano. Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951. Entre sus obras están: Un hilito de sangre (1991), Músico de cortesanas (1993), Banquete de gusanos (2003), Una cerveza de nombre derrota (2005). Ha colaborado en las revista “La Mosca en la pared”, Día Siete y en el blog de música de Nexos.
Su cuenta de Twitter es: @eucarius
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