domingo, 15 de junio de 2025

GRAN REFLEXIÓN del Dr. Carlos Sosa


1976, tenía 7 años y una alegría que me desbordaba.

Era como si la vida entera me quedara grande, como si todo lo que veía tuviera un tamaño más grande que mis manos, más grande que mis ojos, más grande que mi estómago de niño. Mi mente era ágil como un colibrí; eso, lo supe años después, era un regalo de mi madre, que me enseñaba a pensar mientras me ayudaba a cortar papelitos para los deberes o a resolver los laberintos de los cuadernos de ejercicios. Mi madre tenía esa forma única de convertir lo cotidiano en un juego: la suma de naranjas se resolvía pelándolas; la ortografía, inventando palabras raras que rimaran con mi nombre; y el tiempo libre era un juego de preguntas y respuestas que podían incluir desde la historia de los mayas hasta qué hacían las hormigas cuando llovía.

De mi padre heredé otra cosa: el gusto por los libros. O mejor dicho, el misterio de los libros. Porque yo no entendía aún qué había dentro de esas tapas, pero sí sabía que mi papá las abría y se quedaba mucho rato en silencio, como si las palabras tuvieran la culpa de todo. Y yo quería ese silencio. Quería esa culpa. Así que empecé a husmear sus estantes, a tocar los lomos de los libros con las manos, como si pudieran hablarme, y a pedirle que me contara qué había dentro, aunque no entendiera ni la mitad.
La escuela, sin embargo, era otra cosa. Era un infierno tibio y absurdo. Me acuerdo de los pisos grises y rayados, de las ventanas llenas de polvo, de los lápices de colores rotos y las tijeras oxidadas. Recuerdo las canciones que nos hacían cantar, tan cursis que daban vergüenza. Y lo más absurdo: que tuve que repetir el kínder. No porque me faltara inteligencia —¡si hasta me dieron el primer lugar en la cartulina esa con brillantina dorada!—, sino porque a alguien se le ocurrió que era más práctico que me quedara cuidando a mi hermano pequeño. Así, a los siete años, me convertí en el niñero de un mocoso de 5, mientras yo, el de la medalla, me resignaba a repasar las mismas vocales, los mismos dibujos de casas y los mismos cuentos de la abejita Miel.

Esa fue mi primera gran lección de la vida: que el talento no siempre abre puertas. Que a veces, aunque sepas todas las respuestas, te toca quedarte sentado otra vez en la misma banca, mientras otros avanzan. Que crecer, en algunos hogares, no es cuestión de años ni de logros, sino de necesidades. Y que la inteligencia, esa que mi madre regaba como una planta en mi cabeza, podía ser podada sin previo aviso por los designios de los adultos.

Pero igual, a pesar de todo, yo era feliz. Porque en esos días, la vida tenía todavía sabor a mango mordido a escondidas, a barro fresco bajo los pies, a papel reciclado convertido en aviones. Y sobre todo, tenía el sabor del amor de mis padres: uno que se manifestaba en formas raras, torcidas a veces, como ese año extra en el kínder; pero que me hacía sentir, a pesar de todo, que yo era importante.
Mi padre, por esa época, era una especie de superhéroe sin capa ni reconocimiento. Trabajaba todo el día y estudiaba por las noches, como si estuviera corriendo una maratón en cámara lenta, siempre agotado pero sin detenerse nunca. Yo sabía que existía, claro que sí. Había fotos suyas en la casa, camisas suyas en la cuerda de ropa, un olor suyo en la almohada de mamá. Pero verlo… verlo de verdad, con los ojos y no con los recuerdos, era casi un privilegio de medianoche.

Así que inventé un ritual. Me propuse verlo cada noche, como si fuera un eclipse. Me negaba a dormirme antes de que él llegara, aunque tuviera los ojos cargados de arena y el cuerpo rendido como si hubiera peleado contra dragones todo el día. Me sentaba en el sillón con una cobija hasta la nariz, como un centinela diminuto, y esperaba. A veces lo oía llegar desde la puerta: el chirrido de la cerradura, los pasos cansados, el sonido de su maletín dejándose caer como si también él tuviera sueño.
Entonces, cuando por fin se sentaba a cenar —siempre lo mismo, algo simple y tibio que mamá dejaba cubierto con un plato boca abajo—, prendía el televisor blanco y negro, ese que tenía una perilla que giraba como timón de barco, y sintonizaba "Los Intocables". Era nuestra ceremonia secreta. Él masticaba en silencio y yo, con la cabeza apoyada en su costado, miraba esa serie que no entendía del todo, pero que sonaba a balazos, a justicia, a hombres con sombreros y trajes oscuros corriendo por callejones.

Nunca logré ver un capítulo entero. Siempre había un momento —quizá cuando Ness arrinconaba a un mafioso, o cuando el narrador decía algo solemne— en que los párpados me ganaban la batalla. El calor del cuerpo de papá, el sonido de su masticar lento, el murmullo de la televisión, se mezclaban en una canción de cuna involuntaria. Me dormía ahí, como un sello de carne en su costado, respirando al ritmo de su camisa arrugada.

Y aunque nunca supe cómo terminaban los episodios, entendí otra cosa más importante: que a veces el amor no necesita palabras, ni gestos épicos, ni grandes declaraciones. A veces, el amor es eso: un niño que finge estar despierto para ver a su papá, un padre que no apaga la televisión para no romper el hechizo, y un sueño compartido en blanco y negro, con olor a comida recalentada y la certeza —sagrada— de que el mundo estaba bien mientras él siguiera llegando...

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