DENTRO Y FUERA
A mi querido amigo
Francisco Ledesma y su distinguida familia.
Con el inicio del nuevo año todo va retornando a su estado habitual. Las fiestas terminan con la rosca de Reyes y
los regalos para los niños. Las luces
multicolores comienzan a apagarse, antes de ir a dormir un merecido sueño, en algún rincón
de casa, bajo la oscuridad de una caja marcada en su exterior con la leyenda
“Navidad”. Esos mismos adornos que
lucieron calles y parques, comienzan a
ser recogidos para el siguiente año.
Volteamos atrás para examinar lo que fueron las dos o tres semanas de la
temporada, y nos damos cuenta de que –una vez más—todo ha pasado, y la
maquinaria de las rutinas vuelve a calentar sus motores por el siguiente
período.
Al margen del sentido cristiano, núcleo de nuestras fiestas
decembrinas, el punto en el que coincidimos todos, amén de las personales convicciones
religiosas, es la convivencia con los seres queridos. Resulta una costumbre común que las familias
se reúnan en la casa paterna, llegando a congregarse grupos de más de cincuenta
o sesenta, descendientes de varias generaciones, para el reencuentro. Algo similar sucede con los amigos o colegas. Tal vez no coincidamos con ellos en el curso
del año, pero la temporada decembrina constituye la mejor oportunidad para esa
anhelada convivencia y actualización.
El paso del tiempo da cuenta de las diferencias que notamos
en familiares y amigos. No en vano han
pasado doce meses, o tal vez más, desde la última vez que nos vimos. Descubrimos entonces, y con gracia, que hay
más niños, menos viejos; más canas y arrugas, o algunos kilos extra. Vamos viendo la aparición de bastones,
andadores, prótesis y pastilleros.
Dentro de nuestra mente cotejamos la imagen actual con la que
conservamos de tiempo atrás, y entendemos que no en vano transcurre la
vida. Lo más simpático del caso es que
observamos todo aquello desde nuestra propia persona, esto es, cada uno de
nosotros es el eje en torno al cual se despliegan los seres amados y sus
cambios. Poco nos percatamos de que,
para cada uno de ellos, nuestra propia persona forma parte de ese imaginario humano
que, de igual manera, se habrá transformado con el tiempo. Dado que nos enfrentamos diariamente con
nuestra propia imagen en el espejo, poco nos percatamos de las sutiles modificaciones
que vamos experimentando. Del mismo
modo, puesto que las limitaciones que va marcando la edad, son progresivas y
lentas, no estamos conscientes de nuestra propia declinación en el tiempo.
De lo anterior viene la reflexión de que la vida pasa, y
pasa para todos. Los niños crecen, los
jóvenes terminan sus estudios, comienzan a trabajar o se casan. Los adultos van logrando sus propias metas,
en tanto los mayores comenzamos un proceso de aminoramiento de nuestras propias
capacidades. Frente a los amigos nos
aceptamos con todo el equipaje como siempre ha sido; ante los colegas respecto
a los cuales, en su momento, llegó a existir celo y afán de competencia, nos va
ganando la tranquilidad y el buen humor.
Cuando hemos andado una distancia considerable en el camino de la vida,
entendemos que lo esencial está más allá de los logros materiales.
Dentro y fuera de nosotros mismos, éste es un excelente
momento para medir lo logrado y dar gracias al cielo por ello. De la misma manera, es buen tiempo para
reconciliarnos con la vida y admitir con simpatía las limitaciones que la edad
va imponiendo.
Ahora es la ocasión de acercarnos a los jóvenes para
animarlos a trazarse un proyecto de vida y seguirlo con fidelidad. A su edad es dado pensar que el tiempo no
avanza, y que todo puede esperar. Muchas
veces, para cuando se descubre que no es así, se habrán desperdiciado grandes
oportunidades.
Buen momento para contagiarnos de la alegría de los más
pequeños. Dejar de lado los rígidos
prejuicios y comenzar a aprender de ellos la capacidad de vivir el aquí y el
ahora, a profundidad, con sabiduría, como el único tiempo que en realidad nos
es dado poseer.
Dentro y fuera del hogar, llevando un poco de ese espíritu
de convivencia familiar a quienes más lo necesitan. Compartiendo algo de lo que nos es dado en
abundancia. De este modo nuestro goce se
multiplica. Los obsequios no tienen que ser
costosos ni muy elaborados: Una palabra de aliento; una felicitación de
temporada; un pequeño gesto de solidaridad para el que menos tiene y más disfrutará.
Dentro y fuera, hallando el verdadero sentido de la
festividad que acabamos de celebrar. Que
de ella quede algo aparte de desechos
llevados por el viento o cosas que caducan. Sea la llama permanente que nos mueva a
albergar el amor de Dios en nuestros corazones.
A ponerlo en práctica mediante
pequeñas, calladas obras
cotidianas, a fin de cuentas, las más valiosas.
Así es la vida pasa y pasa para todos.
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