domingo, 5 de enero de 2020

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


DENTRO Y FUERA
A mi querido amigo Francisco Ledesma y su distinguida familia.

Con el inicio del nuevo año todo va retornando  a su estado habitual.  Las fiestas terminan con la rosca de Reyes y los regalos para los niños.   Las luces multicolores comienzan a apagarse, antes de ir a dormir un merecido sueño, en algún rincón de casa, bajo la oscuridad de una caja marcada en su exterior con la leyenda “Navidad”.   Esos mismos adornos que lucieron  calles y parques, comienzan a ser recogidos para el siguiente año.  Volteamos atrás para examinar lo que fueron las dos o tres semanas de la temporada, y nos damos cuenta de que –una vez más—todo ha pasado, y la maquinaria de las rutinas vuelve a calentar sus motores por el siguiente período.
     Al margen del sentido cristiano, núcleo de nuestras fiestas decembrinas, el punto en el que coincidimos todos, amén de las personales convicciones religiosas, es la convivencia con los seres queridos.  Resulta una costumbre común que las familias se reúnan en la casa paterna, llegando a congregarse grupos de más de cincuenta o sesenta, descendientes de varias generaciones, para el reencuentro.  Algo similar sucede con los amigos o colegas.  Tal vez no coincidamos con ellos en el curso del año, pero la temporada decembrina constituye la mejor oportunidad para esa anhelada convivencia y actualización.
     El paso del tiempo da cuenta de las diferencias que notamos en familiares y amigos.  No en vano han pasado doce meses, o tal vez más, desde la última vez que nos vimos.  Descubrimos entonces, y con gracia, que hay más niños, menos viejos; más canas y arrugas, o algunos kilos extra.  Vamos viendo la aparición de bastones, andadores, prótesis y pastilleros.  Dentro de nuestra mente cotejamos la imagen actual con la que conservamos de tiempo atrás, y entendemos que no en vano transcurre la vida.   Lo más simpático del caso es que observamos todo aquello desde nuestra propia persona, esto es, cada uno de nosotros es el eje en torno al cual se despliegan los seres amados y sus cambios.  Poco nos percatamos de que, para cada uno de ellos, nuestra propia persona forma parte de ese imaginario humano que, de igual manera, se habrá transformado con el tiempo.   Dado que nos enfrentamos diariamente con nuestra propia imagen en el espejo, poco nos percatamos de las sutiles modificaciones que vamos experimentando.  Del mismo modo, puesto que las limitaciones que va marcando la edad, son progresivas y lentas, no estamos conscientes de nuestra propia declinación en el tiempo.
     De lo anterior viene la reflexión de que la vida pasa, y pasa para todos.  Los niños crecen, los jóvenes terminan sus estudios, comienzan a trabajar o se casan.  Los adultos van logrando sus propias metas, en tanto los mayores comenzamos un proceso de aminoramiento de nuestras propias capacidades.  Frente a los amigos nos aceptamos con todo el equipaje como siempre ha sido; ante los colegas respecto a los cuales, en su momento, llegó a existir celo y afán de competencia, nos va ganando la tranquilidad y el buen humor.  Cuando hemos andado una distancia considerable en el camino de la vida, entendemos que lo esencial está más allá de los logros materiales.
Dentro y fuera de nosotros mismos, éste es un excelente momento para medir lo logrado y dar gracias al cielo por ello.  De la misma manera, es buen tiempo para reconciliarnos con la vida y admitir con simpatía las limitaciones que la edad va imponiendo.
     Ahora es la ocasión de acercarnos a los jóvenes para animarlos a trazarse un proyecto de vida y seguirlo con fidelidad.  A su edad es dado pensar que el tiempo no avanza, y que todo puede esperar.  Muchas veces, para cuando se descubre que no es así, se habrán desperdiciado grandes oportunidades.
     Buen momento para contagiarnos de la alegría de los más pequeños.  Dejar de lado los rígidos prejuicios y comenzar a aprender de ellos la capacidad de vivir el aquí y el ahora, a profundidad, con sabiduría, como el único tiempo que en realidad nos es dado poseer.
     Dentro y fuera del hogar, llevando un poco de ese espíritu de convivencia familiar a quienes más lo necesitan.  Compartiendo algo de lo que nos es dado en abundancia.  De este modo nuestro goce se multiplica. Los obsequios no tienen que ser  costosos ni muy elaborados: Una palabra de aliento; una felicitación de temporada; un pequeño gesto de solidaridad para el que menos tiene y más disfrutará.
     Dentro y fuera, hallando el verdadero sentido de la festividad que acabamos de celebrar.  Que de ella quede algo aparte de desechos  llevados por el viento o cosas que caducan.  Sea la llama permanente que nos mueva a albergar el amor de Dios en nuestros corazones.  A ponerlo en práctica mediante  pequeñas, calladas  obras cotidianas, a fin de cuentas, las más valiosas.

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