EL VALOR DE LA PALABRA
Michel de Montaigne, filósofo y escritor francés del siglo dieciséis, sentenció que la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha. Algo muy cierto.
Cuando volteamos a ver el mundo, nos encontramos personas apasionadas por el futbol; por la naturaleza; el danzón, la gastronomía o la fotografía. En mi caso personal, soy una apasionada de la palabra escrita en todas sus formas, desde libros, cartas, anuncios publicitarios o mensajes de texto. Me sorprende ver la forma como un error al escribir o una omisión al leer, modifican el sentido final del escrito. Esto es válido para la obra de Nietzsche o para un sencillo mensaje en un chat.
La tecnología nos ha vuelto lectores a ojo de pájaro. Vamos planeando por las publicaciones electrónicas y pepenamos alguna que otra palabra que, consideramos, tiene significado para interpretar lo escrito, muchas de las veces omitiendo términos clave que en realidad hacen la diferencia, como son las preposiciones o los adverbios. No es lo mismo leer a saltos que hacerlo de manera íntegra, hasta hallar un sentido a cada una de las oraciones sobre las que pasamos la vista.
Esta forma fraccionada de leer nos conduce a muchos errores, además de que resta enormemente el valor a lo expresado. En una lectura rápida y a brincos no es posible hallar el disfrute profundo, y posiblemente ello explique en buena parte la pérdida de afición lectora. Al no encontrar un goce en la exploración de las palabras, es lógico suponer que un texto no represente algo deseado.
Lo que los especialistas han llamado “hiperinformación” se halla en el fondo del problema. Es tal la cantidad de contenidos a los que podemos tener acceso en un momento dado, que simplemente los revisamos a vuelo de pájaro, sin entrar en detalle. A ratos nos sentimos rebasados por la abundancia de temas y las opiniones derivadas de cada uno de ellos. Tanto, que quizás nos bloqueamos por mera salud mental. Cuando lo más sano sería navegar, elegir qué vamos a leer, hacerlo con toda la atención puesta en ello y finalmente concluir si esa lectura fue verosímil y si nos aporta algo a nuestra vida personal. De otra manera llegará un punto en que nos angustiemos bajo noticias catastrofistas y huecas.
Nuestro tercer milenio se caracteriza, en gran medida, porque todos llevamos prisa siempre. Nos proponemos mantenernos continuamente ocupados, sin tiempo para un respiro, y como si nos vinieran correteando, procuramos llevar a cabo nuestras tareas en el menor tiempo, tantas veces sacrificando la calidad de lo que hacemos. Justo eso mismo sucede cuando nos enfrentamos a la palabra escrita, leemos con descuido y escribimos de manera arrebatada, sin detenernos a pensar las consecuencias que una y otra acción llegan a generar en nuestro diario actuar.
Cuando tenemos oportunidad de revisar algunos libros de texto de hace cincuenta o cien años, descubrimos unas ediciones bellas, ilustradas con viñetas, en las cuales las ideas corrían de manera fluida del escritor a los ojos del lector, para brindarnos lecciones que, me atrevo a decir, habrán quedado grabadas para siempre en nuestra mente y en nuestro corazón. Esos libros son verdaderas joyas literarias que, por desgracia, ahora son piezas de museo. En ellos, los que ya tenemos cierta edad, aprendimos a descubrir el mundo de nuestros mayores, ese mundo al cual en un futuro habríamos de aterrizar. Hoy en día las cosas han cambiado, los textos son interactivos, ya no llevan esa impronta personal de los creadores y editores. Observo con nostalgia estos cambios que, si de hecho son necesarios, habrán roto para siempre con la magia de quienes dábamos vuelta a la hoja de papel revolución para toparnos con un grabado o un texto que nos hacía transportarnos, en el tiempo y el espacio, a explorar otros mundos.
La actualidad se impone, ni qué dudarlo, con un coste emocional que vamos pagando. Lo que en otros tiempos dejábamos a la imaginación, hoy lo tenemos frente a los sentidos de manera tangible. Lo que se ha ganado en información se ha perdido en ilusión por descubrir y ahijar el material que los maestros compartían con nosotros.
La palabra es la gran saeta para el cambio. Exige calidad, precisión al lanzarla y correcta interpretación al recibirla, para que la comunicación se cumpla. ¿Qué pasaría si, en lugar de dejarnos inundar con información de la red, nos volvemos selectivos en los contenidos que leemos? ¿Qué, si restamos carga de emoción a los materiales alarmistas y sin fundamento? ¿Qué, si otorgamos a la palabra escrita su justo valor como herramienta de comunicación real y certera?
Todos tenemos un llavero vital. La palabra escrita es una llave que abre infinidad de puertas. Cada uno de nosotros decide cuáles.