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domingo, 4 de diciembre de 2011
DISERTACIONES SOBRE EL BIEN MORIR: Texto de mi autoría
La gente no debía de morirse tan de repente como muchos hacen, porque de ese modo resulta que un día estás bien, tienes buen color, haces tu vida normal (o al menos eso aparentas), y al siguiente luces inexpresivo con los párpados cerrados, y podemos observarte solamente a través del cristal del ataúd que contiene tus restos mortales, además de que para hacerlo hay que desafiar un montón de aromas florales provenientes de derecha, izquierda, arriba, abajo y encima del ataúd, y que mezclados provocan una sensación de mareo al más valiente, y además, si fuiste todo un hombre en vida, resulta paradójico que la última impresión que nos dejes de tu persona se asocie a tantas flores. Claro, a las mujeres no nos va tan mal, particularmente a las que, como yo, nos inclinamos por las esencias florales cuando compramos un perfume.
Yo digo que todos deberíamos empezar a morir poco a poco; esto es, que el color vaya cambiando progresivamente, de manera que quienes conviven con nosotros día a día no alcancen a notarlo, y vengan a descubrirlo hasta el día cuando llega la prima Alejandra del otro extremo del país, después de muchos años, y nos espeta en la cara una frase como: ¡Y a ti qué te pasa que te ves tan falto de color, o verde o amarillo!
Y así con todas nuestras funciones, que se fueran apagando cada una como sucede con los aparatos activados por baterías, tal cual sucedió con mi reloj de cabecera durante estos últimos días: El jueves Ricardo Rocha decía 5.31 y mi reloj marcaba 5.26; para el viernes Rocha 5.30 y el mío 5.20, y hoy sábado, que no hay Rocha, me topé con que Mario Ávila dijo 7.00 y mi reloj dijo 6.40, lo que finalmente me dio la pauta para proceder a cambiar la pila.
Si nos fuéramos muriendo poco a poco daríamos oportunidad a nuestros deudos de irse despidiendo sin tanto aspaviento, y se evitarían en buena medida las grandes tragedias que suelen verse en los funerales. Aunque, pensándolo bien, muchas de ellas seguirían presentándose, pues son disparadas por una tremenda carga de culpa que genera asumir en un solo instante que ya no tiene remedio el querer hacer por el fallecido aquello que dejó de hacerse durante meses o años; se trata de una culpa acumulada que de súbito deflagra como volcán, yendo a salpicar por todas partes unas gruesas gotas de candente culpa a todos los asistentes a la capilla de oración. Que dicho sea de paso, es curioso que se nombre “capilla de oración” cuando habitualmente en los velorios lo que menos hacemos es orar; cierto, utilizamos el habla para referirnos los primeros tres minutos al difunto, y la siguiente media hora de mil asuntos que no tienen nada qué ver con él. Ahí he aprendido recetas de cocina, información sobre plusvalía de bienes raíces, modos para hacer flores de migajón, y alternativas modernas para cocer un pavo en Navidad.
Hablando de pavos y de difuntos, en estas fechas pre-navideñas invariablemente viene a mi mente lo que platicaba mi madre respecto a su infancia, y el modo como engordaban y luego daban “matarile” al guajolote que finalmente adornaba la mesa navideña, tan hermoso que bien podía competir con la fotografía del “pavo del año” de la revista navideña “Good Housekeeping” que año con año, hasta la fecha se compra en la familia. Bueno, aunque el pavo del año mejor reconocido en Norteamérica es al que le perdona la vida su primer mandatario en la víspera de Acción de Gracias. Para la edición de la revista de diciembre seguramente fotografían un pavo que bien pudo ser abuelo o tío del indultado por la Casa Blanca.
Platicaba mi mamá que muy temprano en la mañana hacían tragar al infeliz guajolote una onza de brandy, para que la carne se suavizara. Calculando la cantidad de alcohol que habrá recibido un ave de ocho a diez kilogramos, podemos estar ciertos de que ni siquiera habrá sentido el momento cuando la cocinera lo tomaba del cuello para darle “matarile”. Hablando de esta técnica para “ejecutar” al pavo, como ahora se dice, recuerdo cuando a mis ocho años vivía en Camargo Chihuahua, en una casa con insectos ponzoñosos, murciélagos noctámbulos, fantasmas que nunca alcancé a atrapar por más que me lo propuse, y un hermoso escritorio antiguo de aquéllos de cortina que albergaba un tesoro oculto…Mi asociación entre esta mansión porfiriana con fachada de cantera y amplios balcones a ambos lados de la entrada, y la palabra “matarile” va en un sentido que nada tiene qué ver con los queridos recuerdos que he mencionado. Estaba invitado a cenar el párroco de la Iglesia de Santa Rosalía, padre Agustín Pelayo, y no habiendo conseguido pollo fresco en la carnicería, se decidió que mis dos mascotas pasaran a convertirse en viandas para aquella noche. Recuerdo a Pepe Briseño, el mozo de la casa paterna, dando “matarile” a mis amados pollos, a los que enseguida abrió el vientre, evisceró, y metió en una cazuela grande con agua hirviendo para proceder a desplumarlos. No sé si mi recuerdo más terrible está asociado con el olor a plumas quemadas que corresponde seguramente a algunas que se habrán desprendido en el proceso y entraron en contacto con el fuego, o si se asocia al sonido seco causado por la maniobra repetida de arrancar las plumas de los cuerpos de ambas aves que, una vez desprovistas de cubierta, lucían largas y flacas, por más que mi madre se esmeró en recomponerlas antes de presentarlas a la mesa. Por supuesto que no pude probar bocado, pues el sólo participar con la vista en aquella cena, me hizo sentir de alguna forma caníbal.
Volvamos pues a los que se mueren así como mis pollos, de repente, sin ponernos sobre aviso. ¡No se vale hacer algo así, tan poco considerado para los deudos a los que nos pescan tan de sorpresa! Habrá entonces que establecer una suerte de “Etiqueta para el bien morir”, y luego ocuparnos los vivos de ir acatando los puntos que ésta marque, uno a uno, agonizando de manera graciosa y discreta, hasta llegar al momento preciso cuando la muerte constituye la única jugada posible sobre el tablero.
…Yo cuando menos, así tengo dispuesto hacerlo.
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