DORMIR SIN SUEÑOS
“El que se duerme al último,
gana”, reto virtual vigente, pese a la reciente intervención de la policía
cibernética para desactivarlo: Se reúnen menores de edad a consumir clonazepam,
van cayendo bajo sus efectos, y el último en sucumbir es el ganador. El
medicamento produce, desde sueño profundo hasta paro respiratorio.
La percepción que tenemos de
estos fenómenos sociales es paradójica: Levantamos el dedo para señalar a los
padres de familia por no controlar los medicamentos en casa; reprochamos su
poca vigilancia hacia los menores cuando se reúnen, y condenamos a los
proveedores de tales medicamentos, ya sean presenciales o virtuales, que
constituyen parte de las redes del narcotráfico. Difícilmente le buscamos la causalidad de
fondo y el problema continúa o muta, para generar otros retos así de
peligrosos, capaces de acabar con la vida de algún niño, o dejarlo con secuelas
orgánicas permanentes.
Hay dos palabras que giran en
torno a este tipo de iniciativas entre menores de edad: La primera que se viene
a mi mente es “adrenalina”. Como en
muchas otras circunstancias, el ser humano llega a sentir la necesidad de una
descarga de adrenalina para saberse vivo.
Lo vemos sobre la cinta asfáltica o en actividades relacionadas con el
narcotráfico. Se busca vivir el riesgo al
límite, para entrar en contacto con las propias emociones, como si de otra
manera no pudiera lograrse. Una
característica propia de los primeros años es el distanciamiento hacia el
concepto de la muerte. Antes de los 7
años un niño no logra asimilar que ésta constituya un hecho definitivo e
irreversible. Aquellos niños que pierden
un familiar cercano en estas edades vivirán con la ilusión de que su ser
querido anda de viaje y pronto volverá.
Ya más delante, cuando se comprende la certeza del morir, inicia la
andanada hormonal que lleva al joven a sentir que es inmortal. Constituye parte de su proceso de
autodefinición secundaria. Para él se enferman
los otros, se mueren los otros; él puede correr cualquier riesgo y nada habrá
de sucederle. Éste es el elemento que
dispara los ánimos para seguir retos como el actual u otros que ha habido. Los jóvenes se ponen en situación de riesgo
con la certeza de que su condición particular los hará inmunes a cualquier daño
potencial.
La segunda palabra que gira en
torno a estos retos podría condensarse como “desesperanza”. Al joven se le presenta un mundo en constante
conflicto; hay países que pelean, partidos que pelean, vecinos que también lo
hacen. Las grandes notas internacionales
nos hablan del calentamiento global como un camino de un solo sentido que está
llevando al fin de las especies vivas.
Nos conmueven las imágenes de osos polares en pequeñas isletas de hielo,
aparentemente condenados a la muerte por hambre. Nos enteramos de zoológicos que dejan morir a
sus animales, y el ambiente se carga de energías negativas cuando nos enteramos
de la forma como el crimen organizado hace de las suyas, en tanto la migración
crece sin control aparente. No nos
extrañe entonces que, a la par del reto del clonazepam, se vengan registrando
peleas callejeras entre alumnos de secundaria a la salida de clases. La irritabilidad que desencadena esas
reyertas proviene, precisamente, de corazones ahogados en desesperanza, que sienten
que, en medio del caos, como en una jungla, toda violencia se justifica.
Luego de todo lo anterior es
cuando nos toca volver la vista hacia nosotros mismos para descubrir qué tanto
estamos contribuyendo a ese enrarecimiento emocional. En su último libro publicado, prácticamente
en forma póstuma, intitulado “El cuaderno del año del Nobel”, Saramago se refiere a
la mano que nos mece y nos duerme para hablar de lo que él denomina
“hipermercados como las nuevas catedrales, las nuevas escuelas y las nuevas
universidades”, a las cuales se accede sin requisito alguno de admisión.
Proveedoras de educación cívica y moral de nuestros chicos, como si fuera la
educación básica que reciben.
Nos toca ser muy honestos para
analizar de qué manera contribuimos a ese enrarecimiento emocional: Si retransmito un mensaje cargado de
negatividad sin comprobar la veracidad de la fuente o la justificación para
reenviarlo. Si procuro programas
televisivos que presentan los comportamientos más abigarrados de la
humanidad. Si doy a mi hijo menor una
pantalla digital con Internet sin supervisión.
Si me gana el temor o la molicie y evito confrontar con él los
contenidos que frecuenta. Si los chicos no escuchan de mis labios más que palabras de
desaliento, se fomenta la desesperanza. Cierro con Saramago:
Duerme, duerme tranquilo, que
nosotros te gobernamos. Sobre todo, no
sueñes, no sueñes, no sueñes, no sueñes… Y nosotros, obedientes, dormimos y no
soñamos.
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