domingo, 5 de febrero de 2023

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 

DORMIR SIN SUEÑOS

“El que se duerme al último, gana”, reto virtual vigente, pese a la reciente intervención de la policía cibernética para desactivarlo: Se reúnen menores de edad a consumir clonazepam, van cayendo bajo sus efectos, y el último en sucumbir es el ganador. El medicamento produce, desde sueño profundo hasta paro respiratorio.

La percepción que tenemos de estos fenómenos sociales es paradójica: Levantamos el dedo para señalar a los padres de familia por no controlar los medicamentos en casa; reprochamos su poca vigilancia hacia los menores cuando se reúnen, y condenamos a los proveedores de tales medicamentos, ya sean presenciales o virtuales, que constituyen parte de las redes del narcotráfico.  Difícilmente le buscamos la causalidad de fondo y el problema continúa o muta, para generar otros retos así de peligrosos, capaces de acabar con la vida de algún niño, o dejarlo con secuelas orgánicas permanentes.

Hay dos palabras que giran en torno a este tipo de iniciativas entre menores de edad: La primera que se viene a mi mente es “adrenalina”.  Como en muchas otras circunstancias, el ser humano llega a sentir la necesidad de una descarga de adrenalina para saberse vivo.  Lo vemos sobre la cinta asfáltica o en actividades relacionadas con el narcotráfico.  Se busca vivir el riesgo al límite, para entrar en contacto con las propias emociones, como si de otra manera no pudiera lograrse.  Una característica propia de los primeros años es el distanciamiento hacia el concepto de la muerte.  Antes de los 7 años un niño no logra asimilar que ésta constituya un hecho definitivo e irreversible.  Aquellos niños que pierden un familiar cercano en estas edades vivirán con la ilusión de que su ser querido anda de viaje y pronto volverá.  Ya más delante, cuando se comprende la certeza del morir, inicia la andanada hormonal que lleva al joven a sentir que es inmortal.  Constituye parte de su proceso de autodefinición secundaria.  Para él se enferman los otros, se mueren los otros; él puede correr cualquier riesgo y nada habrá de sucederle.  Éste es el elemento que dispara los ánimos para seguir retos como el actual u otros que ha habido.  Los jóvenes se ponen en situación de riesgo con la certeza de que su condición particular los hará inmunes a cualquier daño potencial.

La segunda palabra que gira en torno a estos retos podría condensarse como “desesperanza”.  Al joven se le presenta un mundo en constante conflicto; hay países que pelean, partidos que pelean, vecinos que también lo hacen.  Las grandes notas internacionales nos hablan del calentamiento global como un camino de un solo sentido que está llevando al fin de las especies vivas.   Nos conmueven las imágenes de osos polares en pequeñas isletas de hielo, aparentemente condenados a la muerte por hambre.  Nos enteramos de zoológicos que dejan morir a sus animales, y el ambiente se carga de energías negativas cuando nos enteramos de la forma como el crimen organizado hace de las suyas, en tanto la migración crece sin control aparente.  No nos extrañe entonces que, a la par del reto del clonazepam, se vengan registrando peleas callejeras entre alumnos de secundaria a la salida de clases.  La irritabilidad que desencadena esas reyertas proviene, precisamente, de corazones ahogados en desesperanza, que sienten que, en medio del caos, como en una jungla, toda violencia se justifica.

Luego de todo lo anterior es cuando nos toca volver la vista hacia nosotros mismos para descubrir qué tanto estamos contribuyendo a ese enrarecimiento emocional.  En su último libro publicado, prácticamente en forma póstuma, intitulado “El cuaderno del año del Nobel”, Saramago se refiere a la mano que nos mece y nos duerme para hablar de lo que él denomina “hipermercados como las nuevas catedrales, las nuevas escuelas y las nuevas universidades”, a las cuales se accede sin requisito alguno de admisión. Proveedoras de educación cívica y moral de nuestros chicos, como si fuera la educación básica que reciben. 

Nos toca ser muy honestos para analizar de qué manera contribuimos a ese enrarecimiento emocional:  Si retransmito un mensaje cargado de negatividad sin comprobar la veracidad de la fuente o la justificación para reenviarlo.  Si procuro programas televisivos que presentan los comportamientos más abigarrados de la humanidad.  Si doy a mi hijo menor una pantalla digital con Internet sin supervisión.  Si me gana el temor o la molicie y evito confrontar con él los contenidos que frecuenta.  Si los chicos  no escuchan de mis labios más que palabras de desaliento, se fomenta la desesperanza.  Cierro con Saramago:

Duerme, duerme tranquilo, que nosotros te gobernamos.  Sobre todo, no sueñes, no sueñes, no sueñes, no sueñes… Y nosotros, obedientes, dormimos y no soñamos.

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