domingo, 5 de diciembre de 2021

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 



SABIOS Y OPINADORES

A lo largo de la historia de la humanidad surgen paradojas; tal vez las del tercer milenio tengan que ver con lo tecnológico. La tecnología se ha metido hasta la cocina. Para los jóvenes menores de 20 años, es inconcebible un mundo en el que, para hallar una información, había que acudir a las bibliotecas, desempolvar libros de gruesos lomos y consultar palabra tras palabra, hasta concebir en nuestra mente aquello que necesitábamos conocer. O bien, los inicios de la computación, primero a través de programas con base matemática que había que dominar para generar plantillas que permitieran archivar información. Más delante, cuando ya comenzaban a automatizarse los contenidos, ir consultando y guardando, una y otra vez, hasta constituir algún documento. Con la llegada de la web 2 y la posibilidad de hipervínculos, fuimos aprendiendo a brincar de un sitio a otro y echamos mano de grandes herramientas, para, a una gran velocidad, conformar documentos. En el caso de la comunicación de información, la velocidad aumentó de manera sorprendente, y de igual forma lo hizo la velocidad de lectura de dichos contenidos, con la consabida dispersión de la atención, que nos lleva a confundirnos o bien, a olvidar en el corto plazo aquello que hemos leído.

En lo particular hay un fenómeno que se origina en este tipo de expresiones en la red, que no deja de sorprenderme. Nuestro mundo digital se llena de opinadores que se consideran expertos en muy diversos temas y están prestos a juzgar y a contradecir aquello que creyeron entender de un texto en línea. Hace un par de meses publiqué un artículo acerca de la COVID; señalaba que, como pediatra, hallaba que, en un momento dado, sería prioritario contemplar a los menores de edad dentro de los esquemas de vacunación. Inmediatamente me llegó un comentario señalando que yo estaba mal al asegurar que los niños no contraen COVID. Totalmente opuesto a lo que yo afirmé. Ello da cuenta de cómo estamos con los dedos a unos centímetros del teclado, listos para atacar aquello que, en nuestra rápida lectura, hay que desacreditar.

Recientemente, en una sesión respecto a periodismo y redes sociales, los maestros mencionaban justo eso: Las redes sociales han disparado el número de opinadores, mas no necesariamente de conocedores. O como acabo de escuchar de labios de Inés San Martín, periodista argentina especialista en asuntos de la Iglesia Católica en el Vaticano: “Tenemos periodistas que de todo saben poco, pero de nada saben mucho.”

Esa forma precipitada de opinar en redes nos lleva a la polarización, a lanzarnos en contra de quien se exprese de manera contraria a nosotros. Se generan bandos opuestos entre los cuales campea la agresividad. Y como pronto se nos agotan los argumentos, comenzamos con recordatorios a las respectivas autoras de los días de unos y otros, terminando en frases francamente escatológicas, que no vienen al caso. Ahí queda más que visto cuánto nos falta por prepararnos y dominar un tema antes de intentar defenderlo con argumentos sustentables.

De manera simpática Umberto Eco alcanzó a hablar de las redes sociales como el sitio a donde se han ido trasladando aquellas pláticas de cantina o de café, apasionadas, en las que se deja entrever un afán de dominio, pero sin llegar en realidad a dañar a otros. Hoy en día se han convertido en argumentos en donde domina la necedad de unos líderes y la porra de sus huestes, para darse con todo.

Contrario a la disciplina de la lectura previo al surgimiento del mundo digital, en aquellos tiempos privaba el silencio que permitía hacerse escuchar a la voz del autor. Entablábamos un diálogo, lo cuestionábamos, tal vez un par de páginas más delante el propio autor nos contestaba las dudas planteadas, y todo avanzaba para el crecimiento del lector. Hoy en día ya no nos detenemos a tratar de entender a fondo lo que algún cibernauta propone o refuta. Simplemente, tras una rápida lectura, nos disponemos a atacar, llegando a los absurdos de estar señalando en el autor justo lo contrario de lo que él está asentando por escrito. El diálogo se convierte en una lucha de poder en la que el asunto es vencer. Rápidamente se pierde la cordialidad, si es que alguna vez la hubo, y el propósito de la charla es derrotar al otro.

En lo personal me apasiona imaginar cómo el hombre primitivo fue diseñando herramientas que le facilitaron la vida: La rueda, la polea, los molinos para grano, que simplificaron tareas rudas. De qué forma su calidad de vida fue aumentando conforme introducía diversos elementos en su día a día. Y así fue avanzando la civilización. Hoy en día, tenemos todas las herramientas, pero nos falta el punto clave: intención de utilizarlas para crecer como sociedad.

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