FACUNDO: UNA ÚLTIMA LECCIÓN
“No, tú no puedes estar en ese frío ataúd cruzado por banderas, y un cubrecajas de flores blancas encima. Aquí hay un error, tú saliste de gira, como tantas otras veces.”
Ha pasado una semana y aún no salimos del asombro, sobre todo aquéllos que por cuestión etaria más lo conocimos: No entendemos cómo Facundo, el cantautor de nuestra primera juventud pudo haber muerto. Que esa voz en la que hallábamos la nuestra propia para alzarnos en contra de la opresión y la injusticia, haya callado para siempre. La vida piensa que nos vamos a tragar la historia de que nuestro poeta del buen humor que supo sortear las vicisitudes de la vida con singular alegría, ya no vendrá a reconvenirnos como el hermano mayor, para luego encaminar nuestros ánimos a sembrar la paz. Más allá del rigor de la materia el poeta del amor no puede morir, no hay plomo que logre acallarlo.
Frente a esta mezcla de sentimientos encontrados me puse a recordar los inicios de los años setentas cuando llegaba a México bajo el nombre de “música de protesta” la nueva canción latinoamericana, proveniente tanto de Cuba como del Cono Sur. Fueron los tiempos del Ché Guevara, de Avándaro, del arribo amigable de la filosofía oriental a nuestro continente. Esos acordes acompañaban letras con alto compromiso social, a cuyos representantes Silvio Rodríguez llamaría “poetas con guitarra”. En este clima de nostalgia aún respira por las heridas mi país, ese 2 de octubre que nos duele por historia o por herencia; ese halconazo del 71, y un puñado de movimientos populares que han querido silenciarse de manera cruenta a lo largo de cuarenta años de Guerra Sucia. Son muchas las masacres de dolorosa memoria que han tratado de taparse con el polvo de los tiempos, minimizar con el comunicado oficial, y someter a juicios manidos que salvaguardan a personajes acusados de crímenes de lesa humanidad, dejando en el lugar de siempre a los de abajo, a los menos favorecidos, a los rebeldes, a los inconformes.
Traigo a mi memoria las grandes injusticias latinoamericanas y descubro que siempre hubo para cada una de ellas, una cura poética que amainaba las penas del alma. Vienen las voces de Víctor Jara, Atahualpa Yupanqui, Alberto Cortez, Mercedes Sosa; Violeta Parra; Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Amaury Pérez; Joan Manuel Serrat… La lista se antoja interminable, y en cada acorde, en cada canto, quienes tenemos la edad para hacerlo, guardamos un pedazo de nuestra propia vida personal.
Dicen los conocedores que la trova latinoamericana se ha vuelto trivial, que se ha vaciado de contenido social, de suerte que los acordes que ayer acompañaran las grandes luchas a favor de los derechos humanos, hoy en día abordan temas que vendan, dentro de un mundo sumido en el consumismo, que abandona los ideales por los que muchos han dado la vida, para centrarse en temas personales y baladíes. Hay luto en la música latinoamericana, pero más que eso, hay luto en las esperanzas que aún veíamos volar, tanto sobre el Mar de la Plata como sobre los altos de Chiapas, las Costas Chica y Grande de Guerrero, y sobre Oaxaca. Particularmente en estos últimos años cuando la imagen desencajada de la muerte abandona los tabloides amarillistas para instalarse cómodamente en nuestros hogares, en el seno de la familia, dispuesta a no abandonarnos jamás. Con Facundo se va ese lado amable que llama a poner la mejor cara frente a la mayor de las desgracias, y nos invita casi entre susurros a hallar a Dios en los rincones donde nadie más lo buscaría.
Vivimos tiempos de continuo sobresalto; la descomposición social cunde a manera de un cáncer imparable y amenaza con tomar a nuestros hijos, ya como sicarios, ya como víctimas. Los principios que con amor y paciencia nos inculcaron nuestros mayores de repente aparecen caricaturizados en las mentes de nuestros jovencitos, quienes no parecen muy dispuestos a emprender la vía larga del trabajo para alcanzar los satisfactores que la globalización busca imponerles. Facundo es la voz que nos llama a no desfallecer, a reforzar nuestra fe y nuestro amoroso cuidado por la Tierra y sus hijos de barro y cielo, y que llama a celebrar la vida cada instante.
Quizás la pregunta que provoca una angustia vital es: ¿Qué vamos a hacer sin el poeta?... La respuesta está en nosotros mismos, en atender ésas sus palabras cuando dice: “No perdiste a nadie, el que murió simplemente se nos adelantó, porque para allá vamos todos. Además lo mejor de él, el amor, sigue en tu corazón.” Quiero creer que con su muerte nos jugó una última broma, nos dejó una última lección de desapego por la que siempre lo recordaremos. Descanse en paz.
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