EL ROSTRO OCULTO EN LA RED
La cara oculta del mal, eso llegamos a ser entre los pliegues inacabables de la red.
Hace una semana supe que había comenzado a circular por Internet una carta atribuida a una dama regiomontana emparentada con un aspirante a ocupar un puesto público en Nuevo León. La circulación de dicho escrito ha sido profusa en el curso de la semana, y hace escasos días surge la contraparte, esto es, la carta que el perjudicado por la primera pone ahora a circular en la red.
Conocí a la familia en cuestión años atrás; poco les he tratado en los últimos tiempos como para atreverme a medir la veracidad de las historias, sin embargo en la primera carta llama poderosamente mi atención que se incluye un párrafo de siete líneas idéntico a uno de un artículo de periodismo digital, que habla acerca de un político. Por mera casualidad tuve acceso a ambos escritos, y de inmediato saltó a la vista que esas siete líneas son iguales de un texto al otro, variando únicamente en el nombre del personaje al que hacen referencia. De uno a otro escrito están calcados pormenores respecto a hombres de negocios, empresas, y ciudades en el extranjero; inclusive son idénticos los signos de puntuación en ambos escritos, y hasta una palabra mal acentuada se repite sin ningún cambio de uno a otro.
Habría pues qué adivinar si de la carta copiaron el párrafo al artículo, o si del artículo lo llevaron a la carta, de cualquier manera algo huele mal. Ahora bien, supongamos que la carta de la dama es auténtica… Supongamos que haya algún añejo resentimiento tras la autoría de la misma… Supongamos que es apócrifa y obedece a fines políticos… Supongamos que el conflicto familiar exista, o no exista, o sea distinto… Lo más grave no está en el origen de la supuesta carta, ni en lo reprobables que, de comprobarse, sean los hechos relatados en la misma. Lo grave está en el universo de personas que la ponemos a circular en la red, de igual manera como hacemos con cadenas de ángeles, oraciones o remedios mágicos para el cáncer. Aunque valdría la pena tratar de entender qué vena oscura del inconsciente nos inclina a reenviar textos acusatorios de situaciones –como ésta-- que ni nos constan, ni son asunto nuestro.
La red nos provee de incontables posibilidades; entre otras la de actuar parapetados tras un anonimato que se refuerza cada vez que pulsamos un botón y ponemos a circular “ad infinitum” aseveraciones muchas veces infundadas, subjetivas, o francamente perversas. La tendencia actual de la ciencia es basar en evidencia sus postulados, esto es, para afirmar un hecho necesito presentar elementos comprobados o comprobables que apoyen mi hipótesis. Gran parte de los contenidos supuestamente científicos que circulan en la red nacieron en un momento de revelación en el que alguien creyó estar haciendo un gran descubrimiento científico inédito. Quizás esta persona no es médico, y quizás ni siquiera haya aprobado la materia de Biología, pero de todas formas se lanza a expresarse por la red, quizás con la mejor intención, quizás con un velado ánimo de sentir que por un instante tiene en sus manos el control del mundo, pero eso sí, de manera totalmente empírica, como insinuando que vale sorbete estudiar diez o más años la carrera de Medicina, cuando los remedios fundamentales para la curación de las enfermedades llegan en un arrebato de inspiración divina.
Gran error de nuestros tiempos es privilegiar las apariencias por encima de las verdades de fondo. Emmanuel Levinas, filósofo del siglo veinte, hace hincapié en cómo el dirigirse al rostro del otro nos lleva a ser impactados por la desnudez del mismo, nos sensibiliza, y nos encamina a actuar con apego al bien y a la verdad. De lo cual podríamos inferir que la red provee exactamente lo contrario: Estamos frente a un público sin rostro que facilita comunicar lo que nos parezca o nos plazca sin sentirnos cuestionados o enfrentados por el encuentro de persona a persona, exentos del riesgo de toparnos con miradas que nos pidan cuentas sobre nuestro proceder. Llevado al extremo, ello explica también por qué un adolescente es capaz de subir a la red un video suyo sexualmente explícito, amparado de manera ingenua por la idea de que ese público sin rostro no lo conoce, y por ende jamás lo confrontará. ¡Pero qué susto se lleva cuando comienza a descubrir que su vecino, o su maestro, o sus amigas tuvieron acceso a ese video! ¡En ese momento entra en choque frente a la realidad!
El propósito último de la Ética es el bien común; doble mérito representa la tarea moderna de procurarlo a través de la red.
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