sábado, 29 de octubre de 2011

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

FRENTE AL DESPEÑADERO
Vengo regresando de la ciudad de Sabinas, Coahuila, en donde viajé impartí una plática acerca de comunicación padres-hijos, atendiendo la amable invitación del Colegio Modelo de aquella ciudad.  En intercambios  como éste salgo muy enriquecida con las aportaciones de los maestros y padres de familia, tanto durante la plática, como en la charla informal que  se suscita al término de la misma.  En esta oportunidad una inquietud reiterada de padres y maestros fue la de cómo debemos de actuar como padres para dar libertad a los hijos, cuando el ambiente social se muestra tan amenazador.
   Camino  a casa vine rumiando este tópico, iniciando por un examen de conciencia personal como madre; mis dos hijos estudian fuera, y debo reconocer que no soy ajena a los sobresaltos cuando me entero a través de los medios informativos de alguna situación de inseguridad que pudiera ponerlos en riesgo.  Como padres siempre vamos a preocuparnos, aunque son precisamente ellos, los hijos, quienes mejor adaptados a la violencia en las calles, nos han ido acostumbrando a contener nuestros arranques parentales de pánico.
   Partiendo desde este punto queda visto que en ocasiones como padres de familia  caemos en una situación de dependencia poco sana, que a la larga cobra la factura de muy diversas maneras.  Una tarea difícil es identificar en qué momento un hijo debe emprender el vuelo por sí mismo; la naturaleza nos pone multiplicidad de ejemplos de cómo la madre va  despegándose de sus cachorros poco a poco, hasta que los deja por su cuenta en lo que de entrada parece cruel, pero en realidad es atender a los tiempos que la naturaleza marca para cada especie.
   Los humanos nacemos en condiciones tales, que no podríamos valernos por nosotros mismos, al menos los primeros dos o tres años.   Es entonces el apoyo del núcleo familiar el que nos permite, primeramente sobrevivir, después desarrollarnos y en tercer lugar socializar.   A partir de que el ser humano está en capacidad de desplazarse por su cuenta  comienza un lento desapego que debiera concluir cuando el individuo alcanza la vida adulta, sin embargo observamos que en muchos de los casos no sucede así, y los hijos mayores se convierten en lo que los autores modernos denominan “adultescentes”, esto es, aún cuando sean adultos productivos no logran cortarse el cordón umbilical.   Siguen viviendo en el hogar paterno en donde reciben alimento y cuidados, de  suerte que no necesitan asumir responsabilidad total de sus cosas.  Ello obedece a dos factores fundamentales, la comodidad del hijo,  y el velado chantaje de los padres quienes parecieran estar felices por esta situación.
   Lo que se alcanza a ver en el trasfondo, es que los padres parten del temor de quedarse solos (lo que se conoce como “síndrome del nido vacío), o bien, que hay en ellos la necesidad de seguir sintiendo que tienen el control del hijo, aunque la verdad no es así, pues el hijo en la mayoría de sus cosas va a actuar como adulto, aunque coma y duerma en el hogar paterno.   Entonces habría que analizar por qué esos padres  parten del supuesto de que el hijo  es incapaz de bastarse por sí mismo, de manera que siguen cobijándolo bajo sus alas.   ¿Acaso no lo educaron para que se volviera independiente e  iniciara una vida propia?  ¿Es una situación de dependencia del hijo hacia los padres, o un chantaje en sentido inverso?...
   Y así es que vemos familias en las cuales los padres siguen haciéndose cargo de los asuntos de los hijos, y en muchas ocasiones también de los nietos, lo que contraviene el orden natural de las cosas.  No es lo mismo cuidar hijos a los veinticinco, que cuidar nietos a los sesenta.
   Como padres estamos en obligación de proveer a los hijos de la educación necesaria para que aspiren a una vida propia; la sujeción familiar es como una rienda que durante los primeros años  se debe traer corta, y conforme los hijos avanzan en su proceso de maduración,  deberá ir soltándose.  Es lo sano, tanto para unos como para los otros.
   En estos tiempos tan violentos cuando la vida se antoja a ratos como una frágil cometa a merced de los fuertes vientos, los padres quisiéramos blindar a nuestros hijos para  ponerlos a salvo de todo riesgo; sin embargo  no tenemos derecho de asfixiarlos.  A los hijos adultos los llamaremos a la cordura, pero hasta ahí llega nuestra función;  sencillamente no  nos corresponde dirigir sus vidas como cuando eran niños.
   ¡Ay el corazón, cómo nos manipula!  De manera que vemos nuestros secretos temores de mantenerlos pegados con nosotros,  argumentando que “es por su bien”,  privándolos de este modo del derecho a probar sus capacidades. Doloroso, les cortamos las alas frente al despeñadero.  

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