UTILIDAD Y AISLAMIENTO
Acabamos de celebrar los treinta años del sismo que cimbró a
todo México. Frente a aquellas imágenes que daban cuenta de los daños
estructurales en la ciudad capital, y de las primeras iniciativas ciudadanas
para búsqueda y rescate de personas atrapadas entre los escombros, me vino a la
mente una idea terrible y maliciosa: Si el sismo ocurriera ahora en vez de
entonces, ¿cómo hubiéramos reaccionado? ¿Qué tanto nos hubiéramos enfocado,
primero en hallar señal de telefonía móvil, y luego en tomar la mejor “selfie”
o el video de concurso para que todos
nuestros amigos se enteraran de lo sucedido, y posiblemente sufriríamos pensando
en que con la interrupción de la corriente eléctrica no habría manera de recargar la batería del
equipo y quedaríamos incomunicados.
El teléfono celular de diversas maneras ha venido a
concentrar los afanes de la sociedad del tercer milenio; en torno al mismo se
manifiesta el ser humano para expresar y compartir sus estados de ánimo, hasta
llegar a convertirse en ese elemento que no debe faltar en cualquier tipo de
situación, algo así como un validador de la propia persona, sin el cual sentimos
que no somos nada.
Lo que tuvo de terrible la tragedia del ’85, lo tuvo de
inspiradora; de manera espontánea se dio una suma de voluntades a favor de los
más afectados por aquel fenómeno natural.
La solidaridad se hizo sentir desde muchos puntos del país y allende las
fronteras, y la ayuda comenzó a fluir más que en cualquier otra eventualidad
sufrida por los mexicanos. La
incertidumbre de los primeros momentos dio paso al espíritu de ayuda colectiva
que puso en pie el corazón de quienes resultaron afectados, aunque sus pérdidas
materiales hubieran sido totales o irreparables, como treinta años después
llega a atestiguarse para algunos que perdieron su casa y a estas fechas siguen
sin un techo propio.
Sería difícil determinar si la tecnología de punta ha
propiciado este perfil egocéntrico que todos en mayor o menor grado detentamos,
o si fueron las necesidades del usuario las que moldearon la tecnología para
satisfacerlas, lo que sí es un hecho es que el utilitarismo ha sentado sus
reales entre nosotros. Los objetos y las
personas se mantienen en nuestra vida en la medida en que nos provean de algún
beneficio, y se descartan en cuanto dejan de cumplir esta función, obedeciendo
así al utilitarismo, que establece la
utilidad como el principio de la moral dentro de una sociedad, generando el
concepto de vidas desechables, amistades desechables y reglas desechables; las
atiendo, las procuro, o las respeto, en
la medida en que hacerlo represente una utilidad para mi persona. Un embarazo es desechable, me lo quedo si me
conviene, me deshago de él en el caso contrario; mi propia vida también lo es,
la conservo en la medida en que me resulte conveniente, y termino con ella en
el momento cuando ya no convenga. Algo
similar sucede con el resto de relaciones que podemos desarrollar a lo largo de
nuestra existencia, las mantengo en función de la utilidad que representen para
mí.
En nuestro gran foro llamado “vía pública” el fenómeno se
repite, conduzco partiendo de mis propias necesidades, muchas veces ignorando
los derechos de los demás. Diariamente,
al menos en esta ciudad, se registra un accidente automovilístico causado
porque quien tenía el alto no lo respeta, y embiste a quien tenía la vía libre,
en gran medida debe influir el hecho de
que la obtención de una licencia se hace sin mayores requisitos, de suerte que
fácilmente hallamos tras el volante a una persona que no ha tenido ninguna
educación vial, pero me atrevo a suponer que en gran medida también influye esa
idea egocéntrica: Mis necesidades están por delante de los derechos de los
demás.
Este mismo afán utilitario explica el por qué de tantos
otros fenómenos como el narcotráfico o
la venta de armas de alto poder.
Hay todo un sistema económico que sostiene estas actividades que
representan ingresos constantes y sonantes para productores e intermediarios,
de manera que seguirán haciéndolo porque genera jugosas utilidades para ellos,
y el hecho de que originen destrucción y muerte a otros palidece frente a los
beneficios económicos de quienes llevan una gran tajada en ello.
Son esas grandes paradojas del tercer milenio: Sentimos
estar más conectados que nunca a través de la tecnología, pero no caemos en
cuenta de que en realidad nos estamos aislando cuando no podemos hallar de
frente un rostro, cruzar su mirada con la nuestra y platicar hasta sentir un calorcito
especial en nuestro pecho. Si lo que nos
mueve es la obtención de utilidades, llegaremos al final del camino
completamente solos, cuando nuestra propia persona mermada no represente utilidad para ninguno de quienes
nos rodean.
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