domingo, 27 de septiembre de 2015

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

UTILIDAD Y AISLAMIENTO
Acabamos de celebrar los treinta años del sismo que cimbró a todo México. Frente a aquellas imágenes que daban cuenta de los daños estructurales en la ciudad capital, y de las primeras iniciativas ciudadanas para búsqueda y rescate de personas atrapadas entre los escombros, me vino a la mente una idea terrible y maliciosa: Si el sismo ocurriera ahora en vez de entonces, ¿cómo hubiéramos reaccionado? ¿Qué tanto nos hubiéramos enfocado, primero en hallar señal de telefonía móvil, y luego en tomar la mejor “selfie” o el  video de concurso para que todos nuestros amigos se enteraran de lo  sucedido, y posiblemente sufriríamos pensando en que con la interrupción de la corriente eléctrica  no habría manera de recargar la batería del equipo y quedaríamos incomunicados.

El teléfono celular de diversas maneras ha venido a concentrar los afanes de la sociedad del tercer milenio; en torno al mismo se manifiesta el ser humano para expresar y compartir sus estados de ánimo, hasta llegar a convertirse en ese elemento que no debe faltar en cualquier tipo de situación, algo así como un validador de la propia persona, sin el cual sentimos que no somos nada.

Lo que tuvo de terrible la tragedia del ’85, lo tuvo de inspiradora; de manera espontánea se dio una suma de voluntades a favor de los más afectados por aquel fenómeno natural.  La solidaridad se hizo sentir desde muchos puntos del país y allende las fronteras, y la ayuda comenzó a fluir más que en cualquier otra eventualidad sufrida por los mexicanos.  La incertidumbre de los primeros momentos dio paso al espíritu de ayuda colectiva que puso en pie el corazón de quienes resultaron afectados, aunque sus pérdidas materiales hubieran sido totales o irreparables, como treinta años después llega a atestiguarse para algunos que perdieron su casa y a estas fechas siguen sin un techo propio.

Sería difícil determinar si la tecnología de punta ha propiciado este perfil egocéntrico que todos en mayor o menor grado detentamos, o si fueron las necesidades del usuario las que moldearon la tecnología para satisfacerlas, lo que sí es un hecho es que el utilitarismo ha sentado sus reales entre nosotros.  Los objetos y las personas se mantienen en nuestra vida en la medida en que nos provean de algún beneficio, y se descartan en cuanto dejan de cumplir esta función, obedeciendo así  al utilitarismo, que establece la utilidad como el principio de la moral dentro de una sociedad, generando el concepto de vidas desechables, amistades desechables y reglas desechables; las atiendo,  las procuro, o las respeto, en la medida en que hacerlo represente una utilidad para mi persona.  Un embarazo es desechable, me lo quedo si me conviene, me deshago de él en el caso contrario; mi propia vida también lo es, la conservo en la medida en que me resulte conveniente, y termino con ella en el momento cuando ya no convenga.  Algo similar sucede con el resto de relaciones que podemos desarrollar a lo largo de nuestra existencia, las mantengo en función de la utilidad que representen para mí.

En nuestro gran foro llamado “vía pública” el fenómeno se repite, conduzco partiendo de mis propias necesidades, muchas veces ignorando los derechos de los demás.  Diariamente, al menos en esta ciudad, se registra un accidente automovilístico causado porque quien tenía el alto no lo respeta, y embiste a quien tenía la vía libre, en gran medida debe  influir el hecho de que la obtención de una licencia se hace sin mayores requisitos, de suerte que fácilmente hallamos tras el volante a una persona que no ha tenido ninguna educación vial, pero me atrevo a suponer que en gran medida también influye esa idea egocéntrica: Mis necesidades están por delante de los derechos de los demás.

Este mismo afán utilitario explica el por qué de tantos otros fenómenos como el narcotráfico o  la venta de armas de alto poder.  Hay todo un sistema económico que sostiene estas actividades que representan ingresos constantes y sonantes para productores e intermediarios, de manera que seguirán haciéndolo porque genera jugosas utilidades para ellos, y el hecho de que originen destrucción y muerte a otros palidece frente a los beneficios económicos de quienes llevan una gran tajada en ello.

Son esas grandes paradojas del tercer milenio: Sentimos estar más conectados que nunca a través de la tecnología, pero no caemos en cuenta de que en realidad nos estamos aislando cuando no podemos hallar de frente un rostro, cruzar su mirada con la nuestra y platicar hasta sentir un calorcito especial en nuestro pecho.  Si lo que nos mueve es la obtención de utilidades, llegaremos al final del camino completamente solos, cuando nuestra propia persona mermada  no represente utilidad para ninguno de quienes nos rodean.

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