REFLEXIÓN CAMINERA
Estoy viviendo una etapa muy
singular de mi existencia, forjada por el paso del tiempo y el hecho de seguir
aquí, con vida y una salud tal, que me permite cumplir sin dificultad mis
propósitos cada día.
Volteo hacia atrás y descubro que
han sido muchos los compañeros de camino que han partido. Unos por razón de su
edad, otros por enfermedades o accidentes lamentables. Ya no están a mi lado
como antes, pero conservo de ellos la esencia, esa que permanece aun cuando alguien
no está presente.
Miro a los lados y alcanzo a
observar cómo, a estas alturas del partido, todos somos compañeros de viaje con
un equipaje similar. Venimos cargando conflictos no resueltos, achaques del
cuerpo y quimeras del alma que a ratos amenazan con entorpecer la marcha. Es
entonces cuando entiendo que la mejor manera de seguir adelante es hacerlo abrazados
unos a otros, hasta construir una fortaleza común, aprendiendo juntos a enfrentar
nuestras limitaciones con un poco de sentido de humor y algo más.
Hoy entiendo que lamentar los
tiempos que no supe aprovechar no lleva a nada. Decido entonces capitalizar el
presente para hacer de este un tiempo único que me rinda dividendos de
aprendizaje y dicha.
Nadie nos dijo que la vida fuera
solamente miel sobre hojuelas. Aun así, con sus altas y sus bajas, es una
oportunidad que se nos da para probarnos de qué estamos hechos. Probarlo, no
frente a otros ni por hacer historia. Frente a nosotros mismos nada más.
¡Tenemos tantos maestros por el
mundo! Ese niño pequeño cuya risa nos invita a creer que la vida no tiene por
qué ser tan seria. Nos enseña el arte de vivir, haciendo de las cosas más
sencillas una fiesta para el espíritu. Creando música a partir del viento, de una
caída de agua o el trino de las aves.
Hoy, cuando llevo andado más de medio
camino, pido al cielo que me enseñe cada día a ser más simple, contenta, alegre
y compartida, como son los niños pequeños antes de aprender lecciones que más
delante los limitan.
Deseo desarrollar más y más mi
capacidad de asombro frente a los portentosos milagros de la vida, aprender cómo
mirarla, de forma que todo se convierta en motivo de gozo, y mi día a día se
llene de sorpresas.
Que consiga disfrutar a fondo lo
que llevo en mi lonchera de viaje, sin distraerme tratando de averiguar qué hay
en las de mis compañeros de camino. A cada cual le ha sido dado el alimento que
mejor lo nutre y satisface, solo que a veces tardamos media vida en entenderlo.
Que viva yo el gozo de alegrarme
con lo que tengo, de modo de sacar el máximo partido de cada cosa y ser tan
feliz como nunca podría haber sido. Pues el par de anteojos que elegimos
ponernos define el color del panorama.
Quiero decirle a la vida gracias,
gracias por las cimas que me han permitido apreciar valles, lagos y exuberantes
bosques. Pero también gracias, muchas gracias por las hondonadas y los
pantanos. En cruzarlos y salir de ellos he aprendido a conocerme, a medir lo
que tengo para salir adelante y a disfrutar el gozo de lograrlo.
He tenido justo lo necesario para
andar mi propio camino, nada me ha faltado. Sí, es verdad, mucho he
desaprovechado; en ello he aprendido lecciones muy redituables, que han dejado
en mí valiosas enseñanzas. Nada ha sido injusto, puesto que cada hecho y toda
situación fueron grandes experiencias para el espíritu.
Vida: Gracias por lo que soy, por
lo que he aprendido, por lo que aspiro aún a lograr. Ese propósito me pone en
pie cada mañana con todo el entusiasmo, para seguir adelante por este día. Y
así mañana y pasado mañana, mientras corra la sangre por mis venas.
Gracias por regalarme la palabra
escrita con la que aspiro a tocar la vida del desesperanzado, del que no halla
una razón suficiente como para saltar de la cama cuando comienza el día. Esta
herramienta maravillosa que me permite crear lazos y puentes, para acrecentar la
cadena de locos que animamos al mundo a bregar en contra de la tristeza y del
sentido común.
Sé que estoy donde debía de estar
en este momento. Doy gracias a la vida por ello y me propongo no defraudarla,
ni de pensamiento ni de palabra ni de obra. Con cada amanecer que despliega sus
tonos de luz en las fauces de la noche, hasta anularla, y nos lleva a creer.
Con cada ocaso que invita a la serena contemplación de Dios en toda su grandeza.
Con ese plenilunio otoñal que nos deja sin aliento. Con cada latido del corazón,
redoble de tambor con el que la vida invita a marchar, siempre a marchar.
Gracias por permitirme entender el
mundo desde el silencio interior. A comprender que soy muy afortunada por el
aquí y el ahora que me construye cada día. Y por la paz que acompaña mi oración
en los momentos cuando cierro los ojos con plena confianza y digo “va”.