La palabra no es inerte, vive respira...
Primero nace como un murmullo tímido en la cabeza, una especie de presagio sin forma.
Pero basta con darle nombre para que empiece a respirar, para que estire las piernas y se atreva a caminar por la realidad.
Primero nace como un murmullo tímido en la cabeza, una especie de presagio sin forma.
Pero basta con darle nombre para que empiece a respirar, para que estire las piernas y se atreva a caminar por la realidad.
Todo comienza así: imaginás algo, lo pronunciás, y de pronto el mundo se acomoda —o se desacomoda— a tu atrevimiento.
No lo creés posible hasta que un “te quiero” que vivía encadenado en la garganta cambia el curso de la historia cuando por fin se libera, se vuelve sonido y después gesto, piel, destino.
Y funciona igual con su sombra: un “te odio” pensado apenas como bruma puede volverse tormenta cuando lo soltás.
Porque las palabras no son inocentes: son semillas o son venenos.
Y cada vez que abrimos la boca, escribimos una pequeña profecía.
Porque así funcionan las palabras:
cuando las decís con la columna vertebral, se convierten en ley.
Cuando las decís con el alma, se convierten en destino.
Y entonces entendés lo inevitable:
no hay palabra que no dispare una batalla,
ni silencio que no esconda un reino entero.
Por eso, cuando abrís la boca, hacelo como quien desenvaina una espada.
Porque cada frase que pronunciás tiene el potencial de reescribir tu historia,
y hay días —muy pocos, muy densos— en que una sola palabra tuya
puede cambiar el mundo de lugar...
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