domingo, 7 de septiembre de 2025

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 DING-DONG: RIP

Una de las características que nos distingue como sociedad post moderna es el mal manejo de la ira.  Con frecuencia solemos sulfurarnos ante el mínimo estímulo que –me atrevo a suponer—en otros tiempos no nos hubiera alterado tanto.  Por una parte, las circunstancias que nos rodean, pero fundamentalmente nuestros bajos niveles de inteligencia emocional, construyen el escenario de fondo para estas reacciones violentas ante estímulos que podrían considerarse hasta cotidianos.

En el curso de la semana en el condado texano de Houston ocurrió la muerte de un menor de 11 años.  Murió de la manera más absurda y lamentable.  En compañía de un primo asistió a una fiesta infantil; aburridos ambos, salieron a jugar un juego muy conocido entre los niños y jovencitos: “Ding-dong ditch”, término en inglés para denominar un tipo de broma que consiste en llamar a la puerta de algún domicilio, y antes de que el residente acuda a atenderlos, correr a toda velocidad para no ser sorprendidos.  Una travesura que puede llegar a ser fastidiosa, definitivamente.

En esta ocasión el par de chicos tocaron repetidamente a un domicilio particular donde vive Gonzalo con su esposa y un menor hijo.  Con el pequeño detalle de que el residente tiene antecedentes de amenazas de muerte contra un familiar y posee en su domicilio una veintena de armas de fuego. Supongo que, a la segunda o tercera vez del juego, Gonzalo, verdaderamente molesto tomó un arma y disparó contra el par, provocando la muerte de Julian, de 11 años mediante un tiro en la espalda.

Si regresamos la cinta de los acontecimientos, podemos imaginar la emoción que sentían los dos chiquillos de llamar y volver a llamar en uno o varios domicilios sin ser descubiertos.  Al mismo tiempo podemos adivinar la ira que se fue acumulando en Gonzalo cada vez que llamaban a la puerta, acudía a atender y no encontraba a nadie.  No sabemos en qué momento decidió preparar un arma, tal vez para asustar a los jovencitos, como quien espanta con el estruendo una bestia en despoblado.  Aunque, igual, pudo ser un arranque de ira que nunca pasó por el plano consciente, una simple reacción instantánea que, luego de ocurrida, habrá de lamentar para toda su vida.

La justicia no se hizo esperar. Por lo pronto le fijaron una serie de restricciones y una fianza de un millón de dólares para llevar su juicio en libertad. ¿Habría imaginado Gonzalo las consecuencias de ese solo acto intempestivo de su parte? Seguramente que no, y de haberlo previsto, jamás habría actuado como lo hizo.

En lo que respecta a Julian, el chico que pagó cara la broma es algo que jamás pudo haber imaginado cuando, aburrido en la fiesta infantil, decidió junto con su primo travesear en el vecindario. Si en su imaginario la creatividad le hubiera presentado otras opciones, estamos seguros de que en este día cuando hablamos de su obituario, él estaría disfrutando de la vida que todo niño merece vivir.

Ante la contundencia de los hechos nos quedamos pensando cómo es necesario en nuestros tiempos el desarrollo de la inteligencia emocional. Aprender siendo niños a identificar y saber manejar nuestros diversos estados de ánimo, desde el aburrimiento hasta el enojo.  Reconocer cómo me estoy sintiendo en un momento dado, qué sucede si no analizo lo que me pasa y actúo en consecuencia. No necesariamente se trata –según los principios de la inteligencia emocional—de eliminar sentimientos que consideramos negativos. Es aprender a canalizarlos de modos productivos para mantener nuestro equilibrio integral.

Resulta interesante que cada uno de nosotros hagamos un proceso de análisis personal a lo largo de un día cualquiera: Qué elementos propios o del exterior me alteran; qué emociones me generan; cómo las identifico y de qué forma las manejo.   Tomar nota de esas emociones que se repiten y revisar qué efectos provocan en mi persona. Recordando, además, que esos estados anímicos silvestres tienen también consecuencias en nuestra salud.

Contra el ritmo que imponen los tiempos actuales, es menester que, como escultores de nuestra existencia, vayamos un paso adelante, diseñando modos de percibir y de responder frente a lo que nos sucede. Primero que nada, que nuestros niños aprendan desde pequeños a identificar y encauzar sus emociones; que hallen maneras proactivas y divertidas de entretenerse, y que alcancen a medir las consecuencias que podrían tener algunas de sus acciones. Es responsabilidad de nosotros, los adultos, ayudarles en esa tarea formativa, y hacerlo –fundamentalmente—a través de nuestro modo de actuar. Recordemos que la educación en casa, más que de los discursos, proviene del ejemplo que damos a los hijos.

Como dijera Pitágoras de Samos: Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.

CARTÓN de LUY

 


14 cosas increíbles que solo encontrarás en Coahuila

CARTAS A MÍ MISMO por Carlos Sosa

Caprichos con micrófono

A veces la vida se encarga de ponernos un espejo incómodo: el ciego que camina como si conociera de memoria el mapa de un mundo que nunca ha visto. La mujer en silla de ruedas, que cada mañana empuja no solo su cuerpo, sino un planeta entero cuesta arriba. El hombre que hurga en la basura, buscando entre los restos ajenos un pedazo de dignidad para almorzar.

Porque ahí, frente a esos ojos que no ven, esas piernas que no caminan, esas manos que escarban, se nos caen las excusas. Nos damos cuenta de que nuestras quejas a veces son apenas caprichos con micrófono, comparadas con la sinfonía de obstáculos que otros enfrentan todos los días.

Y es entonces cuando entendemos que la resiliencia no es un talento de superhéroe, sino un músculo que crece al ver la fortaleza ajena. Que hay dolores que, al mirarlos de cerca, nos hacen más fuertes sin que tengamos que sufrirlos nosotros.

Al final, no es que nuestros problemas desaparezcan… es que dejan de ocupar todo el escenario, porque hemos aprendido a mirarlos a la luz de otras batallas mucho más grandes que la nuestra...


CHARLA SOBRE SUICIDIO Y SANACIÓN con María Bolio Cuevas

CONFETI DE LETRAS por Eréndira Ramírez


La vida es como el quehacer de la casa, nunca se termina por ver totalmente realizado. Tendríamos que no vivirla, permanecer observándola para no volver a desarreglarla. 

Pero entonces, ¿qué haríamos...? ser simples espectadores de una casa muy ordenada y con limpieza extrema, pero temerosos de que otros o nosotros mismos con nuestro andar, nuestro recorrido a veces incierto, con el desparpajo de ciertas épocas, la total inconsciencia de otras, pueda alterar ese equilibrio que habíamos conseguido para que luciera impecable. 

No creo se trate de hacer de la vida una pieza de museo para admirarse, la vida hay que usarla, y dejar huella de ello, a veces hacer un tiradero, no limitarse en usar todos sus espacios, no hablo de vivir en anarquía, sino de no temer a romper de vez en cuando la armonía. Si bien es importante tener un orden en la vida, también lo es permitirnos cierta elasticidad para vivirla, no buscar convertirnos en modelos estáticos que no se atreven a audaces hazañas por el temor de no ser capaces de reencontrar la armonía que poseían.

No hagamos vida para otros, hagamos de nuestra vida algo digno para ser recordado por nosotros mismos antes que nadie. Tolerancia a nuestro errores, a ese desbarajuste que a veces provoca nuestro fallido intento, pero que bien vale la pena cuando a pesar de no haberse logrado, nos deja la experiencia para volver a intentarlo. 

No nos afanemos en tener albeando nuestra vida o nuestra casa, no hay como dejar huellas de habitarlas, con un orden si, pero no con una obsesión de que sea perfecto, que como humanos es imposible mantener como constante. Arrieros somos y en el camino andamos, y al caminar tarde o temprano nos equivocamos, finalmente seremos las suma de aciertos y de errores cometidos, lo importante es ser capaces de volver a poner las cosas en su sitio, y no dejarle a otros la tarea. 

Vive, desordena, usa tu vida, y después encárgate tu mismo del "QUEHACER".

VIDEO ANIMADO: Caparazón: Andanzas de dos cangrejos peregrinos