De acuerdo a la tradición cristiana hemos iniciado la época que cada año renueva para los creyentes la promesa de vida eterna que Dios nos hace a través del nacimiento de su hijo.
Al leer esto dos o tres entornan la mirada y adoptan un rictus de what!!!, quizás molestos por lo que puedan considerar “sandeces con las que pretendo estropear su Navidad”.
Ciertamente es parte de lo que el mundo con sus afanes consumistas quiere vendernos esta temporada, una fiesta que gire en torno al eje central del “tener para ser”.
En el espíritu del amor más grande el mensaje es muy distinto; nos invita a tener unas fiestas decembrinas, divertidas sí, pero sanas. Nos llama a amarnos a nosotros mismos y a los nuestros evitando convertirnos parte de la estadística de muertos y heridos de la temporada.
Jesús nos llama a gozar el compartir, y vaya, nunca ha dicho lo contrario. Pero así como gastamos el aguinaldo en regalos para complacer a familiares y amigos, desde el pesebre nos hace un llamado a no olvidar incluir en nuestra lista de regalos a los más pobres.
En su gran amor es muy poco lo que nos pide. No se trata de quitarnos la camisa para entregarla a los que menos tienen, se trata de abrir nuestro corazón, o nuestro ropero o nuestra despensa para aportar algo que ayude a mitigar el hambre o el frío de los más pequeños, los que menos tienen.
Se trata de aquellos hermanos que muy probablemente con una sopita caliente hallarán más gozo que nosotros con una cena de cuatro entradas y vino francés.
Vivamos entonces una Navidad que nos acerque a ser mejores personas. Acudamos con el candor de un niño pequeño a ofrecer a ese Niño Dios nuestro pequeño regalo de amor, para cumplir aquello que dice: "Lo que ustedes hagan al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacen."
Como dice Teresa de Calcuta: "Para amar hay que tener el valor de compartir".
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