- ¡Volaron el puente, volaron el puente!
Desde el campamento se escuchan las explosiones. Miro el reloj y faltan quince minutos para las once de la noche.
Desde hace un par de horas ha dejado de llover y la luna esplendorosa aparece por encima de los bosques que nos rodean. A pesar de los veinticinco grados de temperatura es una noche fresca.
Las hojas vaivenean con la suave brisa que viene del río Chamaya “juerte, juerte brama la río”.
Hasta los zancudos se han replegado a sus nidales y no hay zumbidos ni lancetazos, que incomoden.
Los dinamitazos nos han sobresaltado, llenándonos de temor y terror; quitándonos el sueño.
Desde que estoy a cargo del mantenimiento de esta carretera, dos veces han intentado volar el puente Bayley.
Pero, ya sea por la prisa de los terroristas “los sinchis les pisan los talones” o por la solidez de su estructura “machazo como indio guatunero, de piecito ha aguantado los golpes, lo vieras primazo” ha permanecido enhiesto sobre sus pernos.
Esta vez, no sé.
Marcial Salazar llega corriendo asustado, haciendo sonar sus botas de jebe.
-No hay el puente, ha desaparecido ingeniero, lo han volado todito- dice atropellando sus palabras.
-Que nadie duerma en el campamento- ordeno levantando la voz- duerman sobre los árboles como monos o bajo el agua como cocodrilos o debajo de las piedras como conejos; pero nadie se queda en el campamento; no vaya a ser que los cumpas o los tucos quieran visitarnos y no quiero muertos en mi campamento ¿me oyeron?.
En tropel, el personal sale y en unos instantes, el campamento se ha quedado vacío y silencioso; hasta nuestro perro Hércules ha desaparecido entre la maleza.
Subo a un aguaje y me acomodo lo mejor que puedo “vivir a sobresaltos, sin haber hecho nada malo, caracho” los demás se acurrucan entre las ramas de otros árboles “solo abrimos trochas a punta de dinamita y catarpilas” con el temor reflejado en el febril golpeteo de nuestros corazones “cuando terminará tanto daño” desesperados en medio del todo y de la nada “la sueño amariconado juye como pantasma”.
-Ya mañana temprano, veremos- tratando de dormir.
Llueve a chaparrones. Las cargadas nubes desaguan su furia a baldazos. El impermeable naranja, el casco blanco y las botas de jebe protegen a nuestras ropas de la humedad.
Gruesas gotas como granos de café, resbalan de las hojas y resuenan como balas de cañón en nuestros oídos.
Un lejano rumor de viento mece lentamente las copas de las palmeras, en medio de la soledad de esta selva agreste y agresiva.
Son un estruendo en el silencio de la esta temible noche.
Nos sobresaltamos ante cualquier extraño ruido “como si me hubiese pegado una tranca de tres días, primazo” nervioso ante los gruñidos de Hércules alrededor del campamento “azaréalo como caballo con los belfos sueltos, olfateando el peligro” .
Desamparados en la inmensidad de la selva que nos rodea.
Unas hormigas rojas nos mordisquean los brazos y piernas a su regalado gusto.
Amanezco con las piernas adormecidas y como puedo bajo del aguaje “un poco de agüita pa las lagañas” los demás caen o saltan “veinticinco machazos” nos reímos “que no somos muchos; pero somos machos” nerviosos primero “que yo he sido comando del ejército” a carcajadas después “a mí las balas no me dan miedo” asustados como monos al salir el sol “estos son, estos son los obreros del emetecé” cantando, haciendo coraje, para darnos valor.
-Es mejor que digan aquí corrió, que aquí murió, ingeniero- dice justificándose Donato Quispe, operador de uno de los tractores oruga D 7 del campamento.
Enciendo la camioneta y con varios de los obreros sobre la tolva nos dirigimos hacia el puente Bailey. Está a sólo cinco kilómetros del campamento y en la ruta; contamos como cuarenta vehículos estacionados, entre camiones, omnibuses y camionetas.
-¡Cuando van a arreglar la carretera, haraganes!- nos gritan, desesperados pasajeros.
-¡Tenemos prisa por llegar, sinvergüenzas!- nos dicen otros.
-¡Mi fruta se malogra, me voy a arruinar!- nos grita amenazador un iracundo camionero.
Los dinamitazos hicieron que un gran volumen de tierra mojada caiga sobre el puente tapándolo.
Una parte ha desaparecido, la otra está doblada “viva la guerra popular” se lee, sobre sus grises fierros.
No logramos determinar aún; si la fuerza de arrastre, ha llevado consigo la otra parte, hacia el fondo del río.
-Tenemos que abrir una trocha, urgente- ordeno- ¡Donato; hay que limpiar lo más pronto posible el derrumbe, para dar pase a los camiones!- le digo al operador.
- Que me ayude el cargador frontal, ingeniero- nos dice subiéndose a su tractor, poniéndolo en movimiento.
-El cholo Huamán está con gripe- me lamento- ¿quien puede manejar el cargador?- pregunto a los trabajadores que me rodean.
-¡Yo ingeniero!- se ofrece Francisco Alcántara, subiéndose presuroso sobre la máquina, dirigiéndose al frente de trabajo.
-¡Los demás manos a la obra, que ya sabe cada uno, lo que tiene que hacer!.
Cada quien enfundados en sus cascos, ponchos y botas de jebe, se dirigen a cumplir con sus tareas del día.
Miro el derrumbe “se ha bajado medio cerro, cojones” evalúo la magnitud del trabajo “la chamba será fuerte” y el tiempo que demorará “terrucos de mierda” para dar pase a los vehículos “hay chamba para rato” me lamento.
El sol se aparece por la cima de los cerros y la copa de los árboles, pintándolos con su luminosidad de gris y verde.
Los pasajeros bajan de los vehículos, buscando entre la maleza, lugares ocultos donde hacer sus necesidades o desde el borde de la carretera; simplemente observan nuestro trabajo “calentándose como shingo”s frotándose las manos con el solcito mañanero.
Ya es casi media mañana y se han abierto unos veinte metros de trocha.
Una parte del puente se ha descubierto “faltarán unos cincuenta metros todavía”, comento para mí mismo.
-¡Francisco, ven ayúdame!- grita Donato- ¡esta piedra es grandaza y no puedo moverla solo!.
Las máquinas se esfuerzan. El tractor humea, el cargador patina; retroceden y vuelven con el esfuerzo, hasta que de un buen empujón, logran moverla.
La tierra que la cubre, resbala por la ladera abajo dejando al descubierto “viva sendero” con pintura roja; la hoz y el martillo en un costado.
El tractor retrocede, vuelve a la carga y empuja la inmensa piedra hasta el borde de la trocha. El cargador avanza, resbala, patina, apoya la pala sobre el arcilloso suelo.
Las dos máquinas empujan al mismo tiempo, moviéndola violentamente.
Un ruido como de temblor se escucha “mierda” digo yo “Jesús, José y María” dice, persignándose una señora a mi costado “señor del cielo” murmura otra voz a mi espalda.
En un instante las máquinas y sus operadores han desapercibo.
Se ha derrumbado el cerro, tapándolos totalmente.
El puente Bailey es un inmenso montón de tierra gris y amarilla.
Con la prisa adherida a mis botas, corro hasta el puente.
-¡¡Traigan los cargadores del campamento, rápido!!- ordeno.
Hacemos lo que podemos con lo que tenemos. No podemos más.
Es media tarde y el batallón de ingeniería está recomponiendo el puente.
Nosotros desenterramos nuestros muertos.
El cholo Huamán; al borde del desfiladero, se ha puesto a llorar:
-¡Mejor me hubiese muerto yo; que estoy solito y no el Pancho que deja viuda a su mujer y huérfanos a sus siete hijitos!...
Las lágrimas resbalan por mi cansado rostro. La lluvia las va lavando.
-¿Por qué Dios … por qué?
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