domingo, 28 de agosto de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

CRECER EN LA CONVIVENCIA
María del Carmen Maqueo Garza

La época moderna le apuesta a lo expedito por encima de lo que implica tiempo para realizarse. Los objetos se vuelven desechables, las modas se descartan en el corto plazo, y la consigna general apunta en el sentido de que todo pierde su utilidad con el tiempo.

Lo anterior es lamentable en el caso de objetos muy queridos que desearíamos rehabilitar, pero ya no existen las herramientas necesarias para hacerlo, y ya sea que se queden como fósiles para exhibición de museo, o que terminen botados como tantas otras cosas del mundo moderno que se usan y se eliminan, contribuyendo en gran medida a elevar los niveles de contaminación ambiental.

Una cosa son los objetos materiales, y una muy distinta son los seres humanos. Por desgracia la tendencia consumista contamina nuestra mente, y en ocasiones nos hace suponer que aquellos seres humanos que ya no rinden a un nivel óptimo deben sacarse de circulación, confinarse a determinados lugares en los que su lentitud o su torpeza no afecten la rápida carrera de hombres y mujeres en el mundo competitivo de cada día.

La empresa Parametría acaba de llevar a cabo una encuesta nacional para medir la percepción que los jóvenes tienen de los viejos, destacando en sus resultados que los miembros de la tercera edad son vistos más bien como un estorbo. Claro, sería imposible querer equiparar su desempeño frente al de los jóvenes, sin embargo las generaciones mayores poseen atributos que mucho bien haría a las nuevas generaciones conocer y aprovechar.

Los nacidos en las últimas décadas constituimos la generación que se maneja con poco tiempo y mucha prisa, que vive con premura y no se siente en condiciones de entregarse con paciencia a una labor única a conciencia. Las épocas de las manualidades van quedando atrás, porque lo que se invertiría en ellas es tiempo que nuestra agitación exige para otras cosas que, finalmente, se hacen rápido y a la ligera. Vamos por el mundo conectados a un equipo electrónico que determina nuestro comportamiento, el consumo de nuestro tiempo y hasta el humor del momento, conforme a lo que vaya apareciendo en la pantalla del mismo. Nos sentimos muy dueños de las situaciones, aunque en verdad nos hemos convertido en una pieza que se mueve conforme a fuerzas provenientes desde fuera de la propia persona.

Y en este “no tener tiempo”, por supuesto que los viejos con sus modos lentos son tenidos por un estorbo, como un inconveniente que rompe con ese ritmo acelerado del resto del grupo social.

Habría que replantear las cosas partiendo de la idea de que en un grupo social todos tenemos una función particular, distinta a la del resto.

Ojalá nos diéramos oportunidad para razonar y entender que ese mismo trato que damos a las personas mayores, será el que recibiremos cuando tengamos su edad.

Que comprendiéramos que todo ser humano tiene algo único para compartir, y que desaprovechar las enseñanzas de quienes tienen tanto que contar, no es muy sabio.

La maestría se adquiere fundamentalmente con el tiempo, y el joven que abreva del conocimiento de quien lleva más camino andado, obtendrá una mayor enseñanza.

Por otra parte, aprender a convivir con aquella persona que por razón de su edad va teniendo ciertas limitaciones, permite a los más jóvenes desarrollar la tolerancia y la paciencia, cualidades muy necesarias para la diaria interacción con otros.

Entre más viejos somos más comenzamos a actuar como niños. Una de las facetas maravillosas de ello es la recuperación de la capacidad de asombro y la sana alegría. El adulto mayor actúa al margen de lo que otros piensen o digan, es muy auténtico y sabe divertirse con las cosas más simples, proveyendo de grandes lecciones acerca de la vida a los adultos jóvenes que en su habitual rutina tienen poco tiempo hasta para sonreír.

El viejo de alguna manera comienza a acercarse a Dios, porque su condición de sencillez se lo permite, o tal vez porque los cambios sufridos en su cuerpo le llevan a entender que nada de lo material es para siempre, y que el tiempo de rendir cuentas se aproxima.

De alguna manera ese reencuentro con Dios del anciano es una buena ocasión para tomar ejemplo, orar con él y entender la vida como un proceso cíclico que así como un día empieza, otro más termina, y que asumir la realidad de las cosas no significa para nada entristecerse. Por el contrario, implica aprovechar cada momento que vivimos para hacer de él algo trascendente.

Permitamos convertir el hogar en un espacio de mutuo enriquecimiento, en el cual nos complementemos unos a otros de acuerdo a nuestras capacidades y limitaciones, que eso es la vida, el maravilloso arte de crecer con cada nueva experiencia que compartimos.

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