EL VIEJO DEL BASTÓN
Lo veo entrar al salón con un paso lento que paradójicamente refleja ciertas ansias por llegar; se sienta en la primera fila, como para no correr el riesgo de que lo traicione su sordera. Su bastón y él son uno, igual de viejos, igual de cansados, pero firmes.
Escucha con atención la plática; cuando el maestro pronuncia determinadas palabras él parece transportarse a otro tiempo, a otro espacio…el brillo de sus ojos lo denota.
En cuanto hay oportunidad él toma la palabra; se apoya en su viejo bastón para ponerse en pie, retando a los años que lo fijan a la tierra más y más cada día. Carraspea para luego comenzar a hablar; lo hace con particular emoción; en ratos la voz se le quiebra, tal parece que fuera a romper en llanto.
Lo miro y me miro; veo en su figura lerda y huesuda al hombre que se niega a quebrarse frente al tiempo. Aún cuando lo ha abandonado la elasticidad de la juventud que ha quedado atrás, lo miro vencer la carga de su ser físico y seguir adelante….
…Entonces me miro en mi impaciencia porque calle a partir del momento cuando su palabra comienza a presentar desvaríos. En ese rato olvido que para él tal vez sea el único tiempo del día o de la semana cuando puede hablar, ser escuchado, no ser interrumpido.
En una sociedad utilitarista en donde tantas veces los viejos son un estorbo, él ahora goza ese instante que le permite sentir por un rato al menos, que está vivo.
Cuando finalmente la concurrencia impaciente, con rostros desencajados, consigue interrumpir su perorata, el viejo entiende y calla.
Ahora lo veo cruzando el quicio de la puerta nuevamente, esta vez de salida. Su paso es lento como de tortuga. Parece que se resiste a abandonar ese espacio mágico que le permite ser alguien, obligado a regresar al mundo real.
…En la opacidad de sus pupilas se abre paso un nuevo brillo, como si los ojos sonrieran. Ha de ser la ilusión de regresar en ocho días más a este recinto, para sentir de nuevo que la vida lo arropa por un rato como novia amorosa.
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