“Las apariencias son hermosas en ésta, su verdad momentánea.” Octavio Paz.
A lo largo de nuestra existencia vamos acumulando enseñanzas. Desde el vientre materno los estímulos del exterior comienzan a marcar nuestros sentidos en un proceso que habrá de durar hasta que exhalamos el último aliento. Los padres son los maestros más representativos de los primeros años, aunque viéndolo bien, todo en el entorno produce un impacto, y de diversas maneras –desapercibidas muchas de ellas—deja huella en nuestro carácter.
Conforme el niño crece, el abanico de estímulos se va abriendo hasta llegar más allá de la familia nuclear. Ahora son otros parientes, conocidos o vecinos quienes proveen los estímulos para el pequeño, además de un buen número de elementos no humanos que van desde mascotas domésticas, medios de comunicación y juguetes. A la vuelta de los años estamos constituidos por un cúmulo inconmensurable de memorias instantáneas amén de lo proporcionado por la educación formal.
A todos nos sucede, en cierto momento acude a nuestra memoria un recuerdo del que no teníamos consciencia sino hasta ese instante cuando un estímulo del exterior, en una suerte de “déjà vu” nos remite al arcón de nuestras memorias, y nos pone en contacto con experiencias muy lejanas. A partir de ese destello comprendemos la enorme capacidad de nuestro cerebro para almacenar y modular.
La transición de un milenio a otro se ha caracterizado por un desarrollo tecnológico de grandes proporciones; guardar registro de cuanto acontece, en el justo momento cuando ocurre ha dejado de ser privilegio de unos cuantos. Con una herramienta tan común como un teléfono móvil somos capaces de capturar un acontecimiento y conservarlo para siempre: Sonidos, imágenes fijas o en movimiento se guardan en tarjetas de memoria tan pequeñas, que ni el mismo Asimov pudo haber imaginado hace veinte años, antes de morir. Él alcanzaría si acaso a conocer los “microchips” cuyo tamaño, muy reducido con relación a los circuitos originales, fue desarrollado por los japoneses mediante una ingeniosa reducción fotográfica, siendo quizás el más pequeño que el novelista alcanzó a conocer, de tamaño mayor al de una tarjeta de crédito.
Colateralmente a la apropiación de estos adelantos tecnológicos surgen situaciones inéditas. Cuando sucede algo que nos impacta, suele ocurrir que nos privamos de vivirlo en el momento, entretenidos en otros afanes. Esto es, lejos de enfocar nuestros sentidos y disfrutarlo, echamos mano del celular o la cámara para registrarlo, dejando escapar la magia del momento. O sea, nos abstenemos de vivir el presente empeñando nuestros afanes en un futuro que bien puede defraudarnos, pues son muchas las veces cuando al mostrar a otros aquello que grabamos con tanto entusiasmo, no logramos contagiar la emoción.
Volviendo a los maestros que la vida nos presta, yo tengo uno que pudiera resultar ordinario, pero que en lo particular me ha dado grandes lecciones acerca de vivir el momento. Se trata de un conejito que vino a quedar bajo mi cuidado por azares del destino, aunque siendo honesta, no hallo tan fortuito que así haya sucedido. Un ejemplar de la raza lop que ha aprendido originales destrezas que lo distinguen de sus equivalentes silvestres, pues obedece algunas indicaciones verbales mías, además de que hace uso de una caja de arena para sus necesidades. Las lecciones que él me ha enseñado tienen qué ver con sacar el máximo provecho del aquí y el ahora, de modo tal que puedo decir que admiro su manera de disfrutar aquello que llega a su plato, o cómo se entretiene al emprender una veloz carrera alrededor del patio, o mientras efectúa mil cabriolas girando en torno a mí, para después, agotado, ir a acomodarse cuan largo es para su siesta vespertina en una sombra que ha marcado como suya.
Mientras lo veo me sorprenden mis propias cavilaciones: ¡De cuánto nos perdemos al desestimar los pequeños disfrutes de cada día! Mientras lo miro correr alrededor del patio, o festejarme con sus giros interminables, entiendo que sacar partido de cada momento es invertir en nuestra propia felicidad. A veces ponemos tanto requisito para decidirnos a gozar la vida, que terminamos con caras largas y un sinfín de amarguras.
De suyo el mundo actual nos impone dolores y zozobras, temores y desencantos. Identificamos contenidos cada vez más violentos y perversos en torno nuestro, lo que en ratos amenaza con abatirnos. Y encima de ello nos ponemos puntillosos para gozar la vida, dejando de lado el disfrute de los pequeños placeres que están allí, esperando ser aprovechados…
De suyo el mundo actual nos impone dolores y zozobras, temores y desencantos. Identificamos contenidos cada vez más violentos y perversos en torno nuestro, lo que en ratos amenaza con abatirnos. Y encima de ello nos ponemos puntillosos para gozar la vida, dejando de lado el disfrute de los pequeños placeres que están allí, esperando ser aprovechados…
¿Un buen antídoto para la zozobra nuestra de cada día? La compañía de un maestro que nos alegre y reconforte. Los hay en diversas presentaciones, desde grandes sabios, niños juguetones, amigos leales, poesía, música, o bien una noble y simpática mascota.
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