domingo, 14 de abril de 2013

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


¿QUÉ PAÍS QUEREMOS?
Esta semana ha circulado en la red una serie de imágenes tomadas con celular en Salina Cruz, Oaxaca, que muestran a un grupo de recolectores de basura cargando un perro vivo  al que colocan en el triturador hidráulico de basura del camión, dentro del cual el animalito murió destrozado.   Dentro de la terrible historia ilustrada a través de imágenes, me llamó la atención, aparte de la actitud perruna en todo momento pacífica, los gestos de los hombres mientras lo levantan en vilo y lo introducen al triturador, ¡están gozando su “travesura”! Aunado a otra serie de eventos que se presentaron en mi entorno inmediato, me lleva a la pregunta con la que intitulo la presente colaboración: ¿Qué país queremos los mexicanos?
   En Antropología Social se acuñó el término “malinchismo” para dar cuenta de  una actitud de preferencia por aquello que viene del extranjero, asociado a un evidente desprecio por lo propio, en alusión a Malintzin, la mujer indígena que fue traductora para los españoles, y posteriormente pareja de Hernán Cortés.   Me parece que ha faltado a los estudiosos de la psicología  del mexicano ahondar más en las razones que nos llevan  de manera reiterada a despreciar lo propio, y a atacar y  hablar peyorativamente de lo nuestro,  indicando de manera implícita que preferimos lo que no lo es.   Este mecanismo de pensamiento tiene aplicaciones a muy distintos niveles,  de modo que no alcanzaría este espacio para mencionarlos a todos, pero veamos algunos en concreto:
   Voy conduciendo, llego a un crucero en el que hay alto para todos; en aquel momento afortunadamente hice alto total, que si he hecho medio alto, ya no la estaría platicando.  Perpendicular a la dirección que yo llevaba, y sin frenarse en lo absoluto, cruzó a alta velocidad un vehículo  conducido por una mujer que ignoró totalmente el alto, y ni pareció  inmutarse cuando le señalé con mi claxon su imprudencia.  De alguna manera percibí el mensaje: Le valían un cacahuate los derechos de otros.
   Poco más delante me detuve en una tienda de conveniencia cuyo espacio para discapacitados estaba ocupado; unos minutos después  pude observar al que se había estacionado en dicho lugar, un adolescente de aspecto por demás sano y fuerte. Como éste es común toparse con diversos personajes cuyo aspecto luce demasiado saludable como para ocupar un cajón para discapacitados, y peor aún, sin traer en su vehículo las placas correspondientes.
   En plena misa suena un celular en la banca de atrás, la dueña lo contesta y se pone a platicar como si estuviera en la plaza, y nuevamente el mensaje: “Mi derecho de contestarlo está por encima de cualquier otro derecho”.   Ojalá que un día tenga ella la oportunidad de visitar el Viejo Continente, para  conocer la etiqueta relativa a las llamadas por celular de aquellas tierras: Ya no digamos contestar una llamada, sino simplemente que suene el timbre del aparato en un espacio público cerrado, es signo de mala educación, y los ciudadanos se cuidan mucho de evitarlo. Ello pone de manifiesto un  nivel de sensibilidad social, de respeto y civilidad, del  que nosotros como sociedad estamos muy lejos todavía. 
   Los mexicanos cargamos a cuestas con complejos de quinientos años de antigüedad que se traducen en la necesidad  de demostrar en todo momento  esa mal entendida “superioridad,  según la cual el respeto es signo de estupidez,  lo que hace que nos valga gorro el espacio y el tiempo, y el derecho  de los demás.
   Ante  cualquier tropiezo de nuestro presidente somos los más desalmados para señalarlo y hacer sorna de su error; lo que no nos hemos detenido a considerar es que al actuar así, como país nos ponemos en evidencia frente al mundo.  Pero tal parece que el ejercicio cibernético es el de señalar, atacar y exagerar cualquier error ajeno, como si cada uno de nosotros fuera perfecto.  Lo que  está detrás de esa actitud es una terrible carga de agresividad que finalmente sacamos por este conducto.
   Nuevamente surge la pregunta: ¿Este país queremos? ¿Uno donde no exista el respeto al derecho ajeno, uno  en el cual prevalezca la ley de la selva?… ¿Uno en el que, como  bíblicos fariseos  nos  adjudiquemos el pleno derecho de lapidar a otros por sus faltas?
   En lo particular hallé por demás ilustrativa la fotografía del pobre perro y sus captores con la que inicié: Refleja esa insensibilidad por la naturaleza y por la vida que vamos desarrollando, y un perverso goce que, francamente da mucho de qué pensar.   ¿Es el país que queremos para nuestros niños, para nuestras madres, para nuestros viejos?...
   Quizás actuamos como adolescentes, en la creencia mágica de  que somos invencibles. Ya el tiempo se encargará de poner las cosas en el debido orden…

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