PALMERAS Y MEMORIAS
“Amarillamiento letal por fitoplasma” poco ha
de decirle a quien no sea torreonense y haya crecido acompañado muy de cerca por
esas cinco mil palmeras que forman parte de la identidad de una ciudad centenaria,
que recibió colonias provenientes de
diversas latitudes dando pie a una multietnicidad envidiable que impacta en
usos y costumbres. Españoles avecindados
a raíz de la Guerra Civil; grupos de habla árabe, franceses, norteamericanos,
chinos. británicos y alemanes; todo el
que proviniera de algún otro lugar era bien recibido, como fue el caso de mi
señor padre, no extranjero pero sí un “chilango”, que murió sintiéndose lagunero.
Las palmeras altas y esbeltas de
la avenida Morelos nacieron con la ciudad, fueron mudos testigos del avance de
la Revolución Mexicana. Formaron parte de la infancia de mi madre y la mía
propia, ya que la casa de mi abuela
materna estaba sobre dicha avenida,
frente al edificio que inicialmente albergó la cárcel municipal y después el
distinguido Hotel Nazas. Apostadas a lo largo de los camellones de esta avenida, las recuerdo cuando algún viento
hacía mover sus grandes cabezas verdes por encima de aquellas barbas secas de
color de arena, tal vez para no olvidar sus orígenes desérticos a medio mundo de distancia. Pero al igual que las etnias, y los
chilangos, y los viñedos que llegaron a
poblar y enverdecer aquella tierra
semiárida de los abuelos, las palmeras echaron raíces, y por más de 100 años
crecieron, se fortalecieron y avanzaron a otras colonias como la Torreón Jardín
de mis dulces recuerdos, cuando acompañada de mis primos recogía de las
robustas palmeras datileras un puñado de aquellos frutos silvestres para
llevarlos a la boca con el desenfado de cualquier niño, sin pensar en el riesgo de una infección intestinal, y
mucho menos en el maldito fitoplasma que
hoy amenaza con borrar esas palmeras para siempre.
Uno de los daños colaterales que
ha generado el fenómeno de la Globalización es la pérdida de identidad. Ese sentir que somos parte de un todo sin
fronteras, provoca que nos sintamos perdidos.
Para nuestro yo interno el no identificar nuestro grupo ni satisfacer el
elemental sentido de pertenencia, genera una crisis cuyos alcances no podemos
medir aún, pues no ha pasado el tiempo necesario para hacerlo, pero aventuramos
que será significativo. Haber vivido en la Laguna, y sentir que la
comida libanesa o la china, o la festividad de la Covadonga, o el Boliche de los alemanes, o las tiendas de
ropa de los franceses era algo tan nuestro como lo propio, nos ayudó a ser
incluyentes en nuestro trato con los demás, a sentir que nuestra amada tierra
era una representación en pequeño del gran mundo allá afuera. Y ahora, de manera por demás simbólica, esas
nobles palmeras datileras están muriendo, y ningún esfuerzo agroquímico ha
logrado detener el avance de la enfermedad, en lo que ya se contempla con una
gran tragedia ecológica para la Laguna.
Sea éste un buen momento de
reflexión para volver la vista a las raíces, las propias para afianzar, las de
nuestros pequeños para ver porque se planten perfectamente bien en la tierra,
tan firmes que les permitan elevar sus copas a los cielos y llegar tan alto
como se lo propongan, sabiendo que el suelo que las contiene y soporta es firme
y provee de la nutrición necesaria para toda la vida.
No puedo evadir a la nostalgia:
Me doy cuenta de que es una tragedia que toca muchas fibras de mi intimidad
familiar: Las palmeras existen para mí desde los bisabuelos a finales del siglo
19, hasta mis actuales sobrinos nietos nacidos en el tercer milenio. Comienzan a
quedar los amplios camellones de Torreón Jardín como deshabitados; me provoca
la misma sensación que tendría frente a
un edificio entrañable que es desocupado, a partir del momento cuando queda
vacío y mudo, habitado tan sólo por los ecos de tiempos que nunca han de
volver, a tal grado desolado, que hasta
las memorias convertidas en polvo añejo se van perdiendo con cada vientecillo
que se cuela por los rotos cristales de sus ventanas.
Tiempo de guardar esas memorias en el álbum de los recuerdos
imborrables. Retomo los libros de mi tío Homero Del Bosque --quien fuera
entusiasta e incansable cronista de la
ciudad--, que hablan de Torreón a lo
largo de cien años, y me sumerjo en sus
historias que también me pertenecen, para reencontrarme con mis raíces, antes de
que me invada algún fitoplasma mental
que quiera arrasar mis amadas memorias,
como ahora hace con las otrora magníficas palmeras, plantadas con amor por padres y abuelos, para
dotarnos de una identidad sagrada, a prueba del tiempo y la distancia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario