CUESTA ARRIBA
Ahora me viene a la mente aquel pequeño cuento narrado por
Carlos Kasuga, de un gorrioncito que, ante el avasallador incendio del bosque, mientras los otros animales huyen
despavoridos, comienza a mojar su pico y
sus alas en el río para luego sobrevolar el incendio dejando caer algunas gotas
sobre el fuego voraz una y otra vez. En medio de su agotador vuelo es abordado por el jaguar, quien cuestiona
sobre qué sentido tiene hacer lo que
hace, si con ello no va a apagar el incendio, a lo que el gorrioncito replica
que, ya que el bosque le ha dado todo lo que él tiene, siente lealtad hacia el
mismo, y que sin importar lo que suceda, va a tratar de salvarlo. Termina la historia cuando los dioses,
conmovidos por la actitud del pajarillo, dejan caer una tormenta sobre el
bosque, con lo que finalmente se extingue el fuego y la vida recomienza para
todos sus moradores.
Así sucede a veces, sobre todo en el convulso México que nos
ha tocado vivir, no una sino muchas veces nos preguntamos qué sentido tiene
esforzarnos por ir cuesta arriba, por cumplir la norma cuando tantos no lo
hacen; actuar con honestidad, si la deshonestidad se ha convertido en la regla
en diversos sectores de la población, o ser corteses cuando tantas veces la
respuesta a tu gesto amable es un sopapo que nos descorazona…
Hay ratos cuando nos preguntamos por qué, o para qué seguir
escalando la montaña, cuando la vía más fácil es precisamente de bajada, lo que
no implica mayor esfuerzo…O qué sentido tiene hacer las cosas como hasta ahora,
cuando resulta que eres tomado en cuenta
en la medida en que sirvas a las necesidades
de otros, y cuando de lo tuyo personal
se trata, te las has de ver solo por el camino, porque nadie parece dispuesto a
darte una mano.
Los grandes problemas macroeconómicos y sociales del
país tienen su repercusión en lo
pequeño, en el hogar, en las relaciones interpersonales que de alguna manera
resultan afectadas. La inseguridad que
sentimos en las calles provoca una desazón que finalmente acarreamos a los
círculos más cercanos, y lesiona nuestra
interacción con otros. El observar como
parte del panorama urbano tal cantidad de uniformados de las distintas
corporaciones militares y policíacas no deja de mandar un mensaje que rompe la tranquilidad
del espíritu; en las calles hay una guerra silenciada, una sucia guerra de intereses,
que contrapuntea a los hermanos convirtiéndolos en enemigos, hasta sentir cómo la
zozobra acomete sobre todos nosotros y la desesperanza se instala en nuestro
pecho.
Así como la ciudad más limpia es, no la que más se asea sino
la que menos se ensucia, de igual manera la ciudad más tranquila no es la que
tiene más medidas de seguridad, sino la que menos las necesita. En lo personal
–debo confesar—sí me afecta sentir que a los ciudadanos se nos trata como
delincuentes en potencia, y que se ha perdido esa confianza que hasta hace
algunos años campeaba en nuestras poblaciones.
Probablemente esta percepción particular
se deba a que, por cuestión de mi
edad, puedo comparar el México de mis años mozos con el actual, y el contraste
es del cielo a la tierra.
Pero en fin, en medio de este caos que a ratos se vuelve aún
más terrible, se trata de encontrar motivos para seguir esforzándonos por
actuar dentro del orden, cuando lo más sencillo es no hacerlo, al fin que
parece que da lo mismo cumplir o no cumplir.
Viene a mi mente --¡bendita literatura!—el pensamiento de
Viktor Frankl quien, luego de pasar algunos años en varios campos de
concentración, halló la suficiente cordura para sobrellevar esas terribles
condiciones de vida centrado en un solo propósito: Salir con vida para poder
publicar su libro cuyo apunte llevaba escrito en un pequeño fragmento de papel,
enrollado y metido en la bastilla de su uniforme de prisionero. Esa idea, junto con la de volver a reunirse
con su amada esposa –algo que finalmente no sucedió, pues ella sí murió en otro
campo—fueron los elementos que lo mantuvieron con vida todo ese tiempo.
Dentro de su obra nos deja un mensaje claro: Las adversidades
y el dolor van a existir siempre, pero no nos van a arredrar, en la medida en
que mantengamos en nuestra mente y en nuestro corazón un propósito, un proyecto
de vida que nos permita seguir adelante.
Hoy me tomo de la mano de esas dos figuras, el gorrioncito
de Kasuga y el espíritu de Frankl para
recuperar y mantener ese entusiasmo por hacer bien las cosas, así nadie se
percate de que lo hago, o incluso haya quienes tergiversen mi intención con sus
palabras. Sea mi propósito la
tranquilidad de llegar un día al término de mi existencia sin tener tantas
cuentas pendientes con la vida. Y sobre todo, dejar testimonio a mis hijos de
que escalar la cima, si bien implica dificultades, templa el espíritu, y que
cuando termina nuestra estancia terrenal, la vista desde la cima habrá valido
la pena.
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