De rojo se pinta mi país, de rojo.
Ya nada es sólo blanco, ya nada es sólo
verde.
El rojo salpica las vidas, las conciencias,
los selectos círculos sociales.
Tiñe bolsillos, carteras,
el traje nuevo del incorruptible
que se postra de hinojos en el templo.
Rojos son los cuentos infantiles, las
canciones de cuna;
rojas las calles, rojos los parques.
Rojo cada estruendo, cada sobresalto,
a partir
de la hora cuando nos volvimos
rehenes de nuestros propios miedos.
Rojo el color del dinero fácil
que todo compra, el que mancha
las manos más pulcras.
De la cámara que atrapa verdades
se torna
el lente rojo
antes de estrellarse en mil pedazos.
Rojo el color de la tinta del poeta
que se niega a apagar su voz
mientras augura: “larga vida a la esperanza”.
más íntimos. En una noche de verano
lo transpiran mis poros, mancha la almohada.
El rojo se halla suspendido en el aire
que todos respiramos. Nace el niño, llora,
lo primero que entra a su ser, una gran
bocanada
de rojo absoluto, ineluctable
para la vida que le toque vivir, sea larga o corta,
un albur, ya nadie puede predecirlo.
Neruda, tú escribes versos tristes, yo
escribo versos rojos,
para afirmar: “Puedo escribir los versos más
rojos esta noche”,
y cada mañana, y todas las tardes. Puedo también llorar
lágrimas rojas, y terminar diciendo:
“…Aunque sea éste el único color que mi país
me causa,
y estos los últimos versos que le escribo.”
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