Cuando te notifican que tienes cáncer experimentas algo similar a lo que sentirías
si vienes en tu vehículo a gran velocidad, y paras en seco.
Te das cuenta de un solo golpe de lo frágil que es la condición humana.
Como una gran epifanía en ese momento comprendes que la
vida tiene un sentido último más allá de lo meramente material.
Surgen mil preguntas existenciales tratando de entender cómo
es que están conectadas tu anatomía y esa parte inmarcesible que se llama
espíritu.
Es cuando comienzas a estar consciente –segundo a segundo--
del paso del tiempo, y te propones aprovecharlo al máximo.
Percibes en tus propios tejidos los destrozos que la
enfermedad es capaz de generar, pero te resistes a darte por vencido.
Así entiendes que los tratamientos son necesarios, pones
toda tu fe en ellos, pero antes que todo te abandonas en los brazos del Padre.
Es esos trances cada pequeño avance es un gran logro, y
hasta una gota de agua en el momento de mayor necesidad, es vasta como océano.
Con relación a esta palabra maldita hay un antes y un
después. Ambos tiempos son bendiciones.
Soy de quienes piensan que la segunda es aún mayor.
Hoy doy gracias a la vida por haberla puesto en mi camino.
Por nuestros
enfermos, sobrevivientes, familiares, cuidadores y personal de salud, quienes
lidian en forma cotidiana con la palabra “Cáncer”.
A la memoria
de aquellos compañeros de lucha que se han adelantado en el camino.
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