domingo, 25 de junio de 2017

CUADROS URBANOS por María del Carmen Maqueo Garza

EL VIEJO DE LAS FRITURAS
Debajo de aquel desgastado sombrero, único resguardo en el calcinador mediodía, se halla un viejo de piel requemada.  Con mirarlo puedo adivinar que ha caminado a lo largo de toda su vida, ahora con esos zapatos de color indefinido que parecieran haber aprendido a no dejar caer todo el peso en sus suelas, y así evitar el contacto con el asfalto que hace funciones de comal.
     Su carrito blanco transporta en el interior una hielera de paredes de aluminio  con paletas heladas.  Las compra en “La Siberia” por $150 pesos a granel para ir revendiendo a cuentagotas, cuando los rigores del verano obligan a niños y mayores a buscar con qué hidratarse. Sobre la superficie del cubo ha acomodado en varias hileras un sinfín de bolsas de frituras anaranjadas que se bambolean con cada rodada del armatoste.
     Lo paran en una esquina, son dos hombres mayores –como él—que seguramente quieren distraer el hambre de media mañana.  El viejo de las frituras echa mano de su trapito para limpiarse las manos antes de desenganchar las bolsas para los clientes. En el momento cuando las entrega a uno y otro comprador, observo cómo a sus rostros curtidos por la edad asoma ese niño que sabe emocionarse con las cosas simples.  Piden la botella de chile –de lenguas infernales—que agitan una y otra vez sobre  aquellas frituras de harina infladas al contacto con el aceite hirviendo. Luego buscan una sombra para comenzar a saborearlas, ríen con desenfado como niños pequeños mientras sus labios y sus dedos comienzan a pintarse de un anaranjado intenso que les habrá de durar toda la mañana.

     La vida en su faceta más sencilla, entrañable y hermosa.

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