EL VIEJO DE LAS FRITURAS
Debajo de aquel desgastado sombrero, único resguardo en el
calcinador mediodía, se halla un viejo de piel requemada. Con mirarlo puedo adivinar que ha caminado a
lo largo de toda su vida, ahora con esos zapatos de color indefinido que
parecieran haber aprendido a no dejar caer todo el peso en sus suelas, y así evitar
el contacto con el asfalto que hace funciones de comal.
Su carrito blanco transporta en el interior una hielera de paredes
de aluminio con paletas heladas. Las compra en “La Siberia” por $150 pesos a
granel para ir revendiendo a cuentagotas, cuando los rigores del verano obligan
a niños y mayores a buscar con qué hidratarse. Sobre la superficie del cubo ha
acomodado en varias hileras un sinfín de bolsas de frituras anaranjadas que se
bambolean con cada rodada del armatoste.
Lo paran en una esquina, son dos hombres mayores –como
él—que seguramente quieren distraer el hambre de media mañana. El viejo de las frituras echa mano de su
trapito para limpiarse las manos antes de desenganchar las bolsas para los
clientes. En el momento cuando las entrega a uno y otro comprador, observo cómo
a sus rostros curtidos por la edad asoma ese niño que sabe emocionarse con las
cosas simples. Piden la botella de chile
–de lenguas infernales—que agitan una y otra vez sobre aquellas frituras de harina infladas al
contacto con el aceite hirviendo. Luego buscan una sombra para comenzar a
saborearlas, ríen con desenfado como niños pequeños mientras sus labios y sus
dedos comienzan a pintarse de un
anaranjado intenso que les habrá de durar toda la mañana.
La vida en su faceta más sencilla, entrañable y hermosa.
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