domingo, 3 de enero de 2021

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 

AÑO NUEVO

Venimos reponiéndonos de las festividades decembrinas.  Nos mentalizamos a que, pasando el Día de Reyes, regresamos a nuestros patrones habituales de comportamiento.  Cierto, esto de habitual es un decir, en un tiempo que ha cambiado para siempre hábitos y costumbres de los humanos, por razón de una cadena de aminoácidos.

El uso de las redes sociales nos ha salvado de muchas cosas, y –habrá que decirlo—también nos ha metido en otras no tan deseables.  Dentro del grupo de las primeras, nos otorga una inmensa libertad para comunicarnos con nuestros seres queridos más cercanos y compartir los sentimientos que estas festividades  generan en nuestro corazón.  Muy en particular dentro de las familias que, por causas de fuerza mayor, no han podido llevar a cabo en forma directa la celebración como en otros años.  Como amante de la palabra escrita, he encontrado textos maravillosos que llegan a mi teléfono móvil; a la vez me agobia la cantidad de lugares comunes que se cuelan hasta el último rincón de mi memoria cibernética.  Hay que decirlo, esos mensajes se transmiten con la mejor intención, pero se convierten en un alud de felicitaciones enviadas y reenviadas una y otra vez, que terminan perdiendo sentido.  Los escasos textos originales se disipan en aquella infinidad de mensajes, de manera que llega un punto en que me gana la ceguera del rebosamiento.

Lo anterior constituye parte de lo que los especialistas denominan “hiperinformación”, fenómeno asociado al uso de redes sociales.  Ante un cúmulo tal de datos, se disipa el sentido del mensaje.  Me hace recordar mi infancia, cuando lo más emocionante era recibir una tarjeta navideña impresa.  En la portada contenía un diseño propio de la temporada y en su interior un mensaje de texto impreso.  De acuerdo con quien la enviara, muy posiblemente debajo de la letra impresa vendría con manuscrito: “Te desea: Fulanita”.  En lo personal resultaba de lo más emocionante ese intercambio de tarjetas, cuyo costo en las papelerías, si no me falla la memoria, rondaba alrededor de los 30 centavos, sobre incluido.  Había que ahorrar, luego seleccionar diez o quince y finalmente repartirlas entre las amistades del salón de clases. En casa iba haciendo un “collage” con las tarjetas recibidas, que no me cansaba de mirar todos los días.  La actualización de aquellos mensajes vienen a ser las felicitaciones digitalizadas que se reenvían por mensaje electrónica una y otra vez.  En lo personal me parece que circulan tanto, que dejan de tener sentido, carentes de un toque personal que denote la intención del remitente.  Esto es, la hiperinformación nos despersonaliza; el mensaje no da cuenta de un rasgo particular que hable de que esos deseos que acompañan a la imagen de temporada, tengan algo que ver con nuestras  buenas intenciones para un destinatario en particular. Son un cliché que se repite masivamente para nuestras listas de contactos.

Me parece que en estos tiempos en que la emergencia sanitaria nos obliga a limitar la cercanía física, hacernos presentes  con los seres queridos de las maneras que sí son posibles, contribuye a acortar distancias, a transmitir esa calidez que todos estamos necesitando tanto.  Si por el mismo costo, podemos sustituir ese mensaje estereotipado por una llamada de dos minutos para hacernos presentes en esta temporada, estaremos transmitiendo un mensaje directo y único para esa persona que estimamos.  Dejemos de lado los lugares comunes para obsequiar ese regalo hoy en día tan caro: un poco de nuestro tiempo.

El año que comienza lo hace con todas nuestras expectativas puestas en él. Más allá de los habituales propósitos personales de año nuevo, comienza cargado de los anhelos de la humanidad por un tiempo de sanidad, tranquilo, que nos permita llevar a cabo nuestros sueños, planes y proyectos, sin riesgo para nuestra integridad o nuestra vida.  Hemos aprendido una gran lección, que nadie sobre el planeta tiene la vida asegurada y que el tiempo es un recurso con fecha de caducidad, y que, por tanto, debemos aprovechar mientras lo tengamos con nosotros.  A lo largo de las vicisitudes –grandes y pequeñas—descubrimos quiénes son en verdad nuestros amigos, de modo que iniciamos un nuevo año con un inventario actualizado.  Sobre todo –al menos es mi caso—comprendimos que, para cumplir metas, el lugar es aquí y el tiempo ahora, antes de que el tren de la vida nos baje en alguna estación.  Hemos hallado que el ser humano por sí mismo tiene una capacidad limitada, y que, si no es encomendándose a un poder más allá de sí mismo, el avance va a ser limitado.  También descubrimos que la manera más eficaz de avanzar es mediante la unión de fuerzas, en un ejercicio de comunidad que aplaque los egos y se encauce al logro del bien común.

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