domingo, 18 de abril de 2021

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

VALOR Y PRECIO

El coronavirus ha traído grandes cambios a la civilización: La demografía viene sufriendo notables bajas; la economía se ha colapsado, mientras que en nuestra esfera emocional han sobrevenido súbitos cambios: De la incredulidad a la temeridad, pasando por episodios de desesperación, tristeza y en lamentables casos, violencia. 

Como todo en esta vida, ahora que ya alcanzamos a vislumbrar la luz al final del túnel, habrá que comenzar a hacer un balance de lo que estos meses nos dejan, lo bueno y lo malo, las enseñanzas del camino. En lo personal no dejo de sorprenderme que en 14 meses he adquirido un par de calzado, ropa interior y un juego de sábanas. Pasaron a mi lado “con cruel indiferencia”, como diría Pedro Infante en su célebre canción “Cien años” … pasaron múltiples y coloridas imágenes de primavera, verano, otoño, invierno, navidad y de nuevo primavera, y yo sigo como al principio, sin considerar que necesite renovar mi guardarropa. 

Yendo más allá del gasto que antes se hacía “por costumbre” cada temporada y ahora no, vino a mi mente la enorme diferencia que hay entre dos palabras que podrían querer ser sinónimos, pero si las analizamos más a fondo, no lo son. Estos términos son “valor” y “precio”, y es buen momento para revisarlos y tenerlos presentes más allá de la pandemia, cuando todo vaya volviendo al estado previo. 

El asunto no es menor, por algo los grandes filósofos de la postmodernidad lo tratan con absoluta seriedad. Una de las consecuencias del consumismo ha sido, precisamente, confundir valor con precio, y pretender tasar con un código de barras a los seres humanos, cuyo valor desde el momento de la concepción está más allá de cualquier cifra en el mercado. 

Si atendiéramos más al valor de las personas, asumiríamos que no es la forma de vestirse o de hablar lo que coloca a un individuo por encima del otro. Que el hecho de que llegue en metro o en limusina no dice absolutamente nada del valor intrínseco que tiene dentro. Y que, paradójicamente, muchas de las veces se contraponen valor y precio, de modo que encontramos más virtudes en la gente sencilla que en la más emperifollada. 

Enseñar a los hijos desde niños a no dejarse deslumbrar por las apariencias, a identificar en la conducta de sus amigos y compañeritos elementos que den cuenta de su calidad humana. A tener presente que la alharaca no necesariamente significa contenido, y que el dinero no compra conciencias ni voluntades. Antes que todo ello, habrá que reforzar su autoestima en casa; hacerlos conscientes de que nadie en este mundo es más o menos nada más porque sí, y que maltratar o desacreditar a los demás no es de ninguna manera, el camino para destacar en la vida. Que cada ser humano tiene sus dones únicos, y que es responsabilidad individual hacer lo propio por ponerlos a trabajar y construir una vida con ellos. 

Estamos viviendo un período complicado que no garantiza que mantengamos la estabilidad emocional. El aislamiento nos cobra factura, sobre todo cuando no conservamos muy activas creatividad e imaginación. Nos asaltan temores como maleantes en descampado, para generar mal humor, nubes negras, insomnio o pereza, y desesperanza. Dentro de lo difícil que a ratos parece, por salud mental conviene organizar una agenda con objetivos por cumplir. Si mi ocupación me permite trabajar fuera de casa, procurar condiciones que me mantengan seguro el tiempo que salgo, así como al regresar. Si, por el contrario, debo resguardarme, organizar un programa de actividades creativas que lleve a ocuparme y a sentir que las horas no pasan en balde. Limitar el tiempo para navegar en redes sociales; elegir qué fuentes voy a consultar, y no apanicarme por tantos mensajes que van y vienen por la red como culebras de agua, generando miedo, desconfianza y enojo. 

Nadie nos dio al nacer una patente de corso asegurándonos que la vida iba a ser hojuelas sobre miel. Desde el primer momento, comienzan a correrse riesgos, pero así es este asunto de vivir: sortear obstáculos, aprender de ellos y salir adelante. Van quedando en el camino algunos de manera temprana, otros en la juventud, y entre más edad cumplimos, más crece la posibilidad de que termine nuestra carrera. Yo pienso, muy en serio, que sería complicado ir perdiendo facultades por razón de la edad, pero seguir vivos, hasta volvernos una pieza más del menaje de casa, como un florero o un tapete, que ya no hallan dónde colocar. Si me dieran a escoger yo elegiría vivir dignamente la vida, aceptar la muerte en su momento y, eso sí, dejar un legado. Quiero partir con la satisfacción muy íntima y personal (sin vítores ni fanfarrias) de que ese pedacito de mundo que me tocó habitar hoy es mejor que cuando llegué. 

Valor o precio: ¿Tú qué eliges?

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