Una vez al año, siempre en julio, mi Lili florece. Lo hace como por milagro, de un día para el
otro. Abre la primera de sus flores, que
yo llamaría “centinela” y a lo largo de la siguiente semana va abriendo una por día, hasta que termina. Para el último día, las flores se marchitan y van cayendo. La planta sabe desde sus entrañas,
que toca entonces esperar de nuevo doce meses, para vivir ese milagro
maravilloso del florecimiento.
Al inicio de este año le tocó además la helada del pasado invierno. Sus hojas, ahora de un verde
espectacular, lucían amarillentas y lacias, por más que traté de proteger la
planta del frío extremo. Poco a poco, al
paso de las semanas, comenzó a recuperarse hasta regresar a ser ella misma, la
de siempre.
Los humanos hemos olvidado volver la vista a la naturaleza
para entender las leyes que rigen a los
seres vivos. Parece que ignoramos la idea de que
estamos sujetos al tiempo; cumplimos ciclos y al final los cerramos. Maravilloso poder entenderlo año con año con
la gracia de mi Lili, regidas, ella y yo, por la sabia mansedumbre del mundo
natural.
Aprender a aprovechar el tiempo es, de todas, quizás la
lección más valiosa, que invita a no caer en la molicie. Cada minuto que parte, jamás va a regresar, porque la vida no admite segundas ediciones.
Gracias, Lili maestra, por la lección 2021. Que en tu larga vida sigas brindando
enseñanzas a todo aquel que voltee a verte cada mes de
julio. Un verdadero privilegio.
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