¡Qué bonito es vivir y no perder la capacidad de asombro! Admirar día a día el atardecer y dejarse maravillar por la gama de colores que cubre el cielo. Seguir el ciclo de la luna, encontrando en cada fase la magia que emana de su luz, aun en luna nueva admirar la luz cinérea que permite su visibilidad.
Se vive tan precipitadamente, en una carrera constante por la consecución de metas, metas que se nos impulsó a alcanzar desde niños, y que sin más ni más aceptamos como propias, dejando a un lado aquéllas que no dejamos aflorar porque nos quitaban tiempo, porque nos alejaban de ese plan predeterminado que se nos trazó.
Cuando ya nuestro paso se ralentiza, cuando ya la demanda de las conquistas no es prioridad en nuestras vidas, cuando nos permite la vida detenernos a escucharnos, sin perdernos en el estridor del ruido incesante que nos apaga el sonido de la verdadera esencia de nuestro existir, es cuando tenemos oportunidad de reencontrarnos con el asombro infantil que ante los más simples sucesos nos llena de emoción, y nos maravilla, nutriendo el alma dejando a un lado el que sea o no necesario para conseguir un propósito, porque tal propósito es simplemente la emoción que nos genera.
Del asombro nace la filosofía, del asombro la ciencia, de no perder la capacidad de asombro depende que la vida, por más años que haya sido vivida, no se convierte en aburrida rutina, o un tiempo que transcurre muy a pesar nuestro.
Educar a los niños en el asombro, y dejar que este permanezca en nosotros a lo largo de la vida, sin que la irrelevancia lo sustituya, para impedir que el alma envejezca.
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