Uno cree que con el tiempo ha aprendido a conocerse a si mismo, quien puede pensar que se llegue a más de seis décadas de vida y surjan dudas de que lo que hasta ahora hemos pretendido creer somos no sea totalmente cierto.
Advertimos de pronto que actitudes, comportamientos que por años vimos nos daban soporte emocional, nos daban la satisfacción de sabernos útiles, necesarios, que nos permitieron relacionarnos con los demás en un ambiente armónico, donde nuestra presencia era deseable, donde nuestras palabras y consejos se agradecían a veces hasta no siendo solicitados, son por decir lo menos innecesarios e incluso imprudentes y molestos.
Es humano deslindarse entonces de la responsabilidad de ello, sin embargo se tiene que perder el miedo a auto-juzgarse, y a reconocer en el reflejo de ese espejo que es la respuesta que nuestras acciones causan en el otro, que hemos sido arrogantes sin el propósito de serlo, que hemos llegado a creer que podemos normar conductas ajenas pretendiendo que somos el modelo a seguir, reconocer que llegamos a faltar al respeto y a ser intolerantes, dejando de reconocer que hay más de una manera de vivir y que en la diversidad de ellas es donde se debe encontrar la armonía para sobrellevar diferencias y aprender de ellas.
Duele, duele el alma de sentirnos culpables de aquello que fue guiado por la buena voluntad, de buena fe, que ajeno a como fue percibido, llevaba en ello un buen propósito.
Y duele descubrirlo a tantas décadas de haber vivido, quizá por ello la vida nos da oportunidad de cambiar escenarios, de interactuar con otros personajes, para que seamos capaces de percibirnos tal cual somos, aceptarnos, perdonarnos, porque finalmente siempre habremos tenido aún en nuestras acciones más equivocadas una noble intención, porque no nos mueve la mezquindad. Liberar conciencia y corazón de cargos que nos auto-infligimos, somos humanos, erramos, pero si actuando desde el amor se ha lastimado, creo que un perdón solicitado no debiera nunca ser negado.
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