domingo, 22 de diciembre de 2024

REFLEXIÓN de Juan Antonio Villarreal Ríos

Era un hombre triste, no es que llorase todos los días por las banquetas que le conducían a la catedral de aquella ciudad, no es que que cada que se colocaba el batón blanco sobre su cuerpo, los ojos se le humedeciesen, no, era otra cosa que no podía decir, y se tragaba sus sentimientos como si estuviesen prohibidos.

Las vírgenes y los santos percibían su tristeza y guardaban silencio y monedas en sus alcancías, solidarios con aquel hombre de carne y huesos, y cuentas en las manos, pero un día, ese hombre triste, se plantó frente a otro hombre que le ganaba en años y en vida, le pidió le permitiese acariciarle su barba, lo dijo a plena luz del día, a la hora que las palomas desayunaban, estas abandonaron el alimento para observarlo, las manos de aquel hombre triste, casi un santo se posaron en las barbas de aquel otro hombre casi un diablo, entonces las palomas al unísono huyeron al cielo, y aquel hombre triste, por primera vez sintió verdaderamente que Cristo vivía en su corazón, y lloró de verdad, como jamás lo había hecho en las 36,500 veces que se había arrodillado frente a la cruz.

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