El tiempo no avanza: embiste.
Y uno no lo nota porque va corriendo con él, creyendo que llegar rápido es lo mismo que llegar vivo.
Hasta que un día —sin pedir permiso— me detengo.
No para huir, sino para mirar.
Y mientras el mundo sigue su maratón inútil, yo abro el álbum de fotos viejas como quien abre un expediente del alma.
Entonces ocurre lo inevitable:
todos cambiaron.
Los rostros, las risas, los sueños.
Todos… excepto los que ya no están.
Ellos permanecen intactos, congelados en la memoria, jóvenes para siempre, duros como una verdad que no envejece.
Ahí, en ese instante quieto, algo me aprieta el pecho.
No es tristeza.
Es gratitud urgente.
Una necesidad casi biológica de agradecerle al universo entero, desde la inmensidad de las galaxias hasta la humildad invisible del aire que entra a mis pulmones dieciséis veces por minuto, sin pedirme nada a cambio.
Gracias.
Gracias.
Gracias.
Porque incluso con carencias —que las hay, siempre las hay— soy feliz.
No por lo que falta, sino por lo que rebosa.
La salud que sostiene,
la familia que ancla,
la amistad que no pregunta,
el trabajo que dignifica,
y sobre todo el amor…
pero el verdadero.
El que no hace ruido.
El de los silencios compartidos.
El que se sienta a tu lado cuando pesa la vida y te ayuda a cargar lo que no puedes solo.
El que no te promete perfección, pero te empuja, con ternura firme, a ser tu mejor versión.
Ojalá siga caminando en este plano cuando llegue el próximo fin de año.
No para celebrar fuegos artificiales,
sino para volver a detenerme.
Mirar atrás otra vez.
Y decirme, sin arrogancia pero sin dudas,
que a pesar del cansancio, de las pérdidas y de las grietas…
he sido —y sigo siendo— profundamente afortunado...
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