Cuando vimos venir la Globalización, no alcanzamos a imaginar el impacto tan hondo que tendría en nuestras vidas. De alguna manera ese borrar fronteras y límites, en el contexto de un mundo altamente tecnificado y orientado hacia el consumo, nos ha llevado como sociedad a un cambio radical en los patrones de comportamiento. Antonio Giddens en su libro denominado “Un mundo desbocado” aborda las formas de adaptación que tanto la familia como el grupo social en su conjunto vienen experimentando a raíz de la Globalización y de la Postmodernidad.
En este contexto puedo comer una hamburguesa de conocida marca norteamericana, tanto en Juneau como en Yakarta, o tomar un refresco de cola de la misma compañía embotelladora en Atacama o en Jaipur. Libros, películas y composiciones musicales dan la vuelta al mundo, y tenemos a Rulfo traducido al sefardí, o al Dalai Lama publicado en portugués. Lo que hubieran sido totales y absolutas alucinaciones para nuestros abuelos ahora es algo normal para nuestros hijos: Baste mencionar video-llamadas en tiempo real a través del teléfono móvil, por no ir más lejos.
En fin, esta homogenización cultural también nos ha impactado en otros sentidos: Uno de ellos tiene que ver con la propia identidad. A partir de la igualación con habitantes de muy diversos puntos del orbe perdimos mucho de nuestro sello propio, primero como individuos y luego como miembros de un grupo social. Ello explica en buena medida fenómenos de reciente factura a los que nos hemos ido acostumbrando, por lo cual dejamos de percibir sus consecuencias. Tenemos políticos que cambian de partido en un santiamén, declarándose absolutos convencidos de su nueva filiación, y lo proclaman a los cuatro vientos. Tenemos creyentes que mudan su fe a otra denominación, y en esta última se vuelven ardientes conversos que buscarán convencernos de hacer lo mismo. Y tenemos relaciones afectivas que terminan de súbito, como una chispa a la que le cae encima un balde con agua, sin percibirse en las partes un mayor sentido de pérdida, como si se tratara de una relación desechable. Lo más notable es que a nosotros como sociedad, ni nos sorprende ni nos incomoda; discurrimos entre el relajamiento y la tolerancia, y nos acostumbramos a no cuestionar lo que sucede en derredor.
Dentro de este marasmo mental no parece afectarnos en mayor grado que muchos medios de comunicación hablen con verdades a medias, persiguiendo intereses no muy transparentes en el manejo de las noticias. Nosotros como receptores de esa información a medias aprendemos a entresacar aquella parte de verdad que no se dice, y finalmente elaboramos nuestras propias conclusiones pegando remiendos informativos de una y otra fuente. De ahí el valor de las redes sociales, en general descontaminadas de ese sesgo institucional, de suerte que el recurso de comunicación por Internet que inicialmente se creó para una mera convivencia entre amigos, ha venido a sustituir en buena medida los medios noticiosos convencionales.
Todavía de cuando en cuando nos encontramos periodistas de una sola pieza, profesionales bien informados, valientes, y por encima de todo, comprometidos con la verdad. Individuos que no someten su integridad de comunicadores al logro o conservación de canonjías, sino todo lo contrario, buscan mediante su desempeño dar luz al lector en asuntos que muchos otros quisieran mantener velados y turbios.
Un excelente ejemplo de lo anterior es Carmen Aristegui, periodista comprometida con ella misma y con la verdad, mujer de una sola pieza que se niega a ceder ante presiones de ningún tipo. Hace escasos días la terminaron en MVS bajo el argumento de haber desatendido el código de ética de la empresa. No es la primera vez que decir la verdad le cuesta un despido laboral, y como ya ha sucedido, esta vez tampoco está dispuesta a dar un solo paso atrás, ni a someter su trayectoria a imposiciones.
Un periodista con la visión para identificar los problemas de la sociedad resulta incómodo para muchos. Un crítico insobornable que sostiene lo dicho sin ceder, es doblemente incómodo. Una persona que luego de una y otra cosa se niega a caer en el juego de intereses creados aún a costa de perder su trabajo, es ejemplar. En cualquier quehacer es cada vez más difícil encontrar personas de una sola pieza, con calidad moral elevada, que no se venden ni se prostituyen. Carmen Aristegui es un claro paradigma de ello, y anticipamos que no van a amordazarla con condicionamientos ni con despidos. Sirva su caso para salir nosotros del letargo ciudadano que en ratos parece que tenemos como simples espectadores de la vida, sin hacer mucho por cambiar el estado de cosas. Sirva para demostrar que el amor propio se vive a fondo, y se enarbola con dignidad.
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