PRIMERAS LECCIONES
En este Día del Maestro quiero evocar a aquellos personajes que han pasado por mi vida para dejar una huella indeleble. A pesar del transcurso de los años, y el hecho de que algunos ya han abandonado el plano terrenal, su memoria nunca morirá; está viva dentro de mi ser, y palpita con cada latido del corazón.
Soy honesta, no conservo mayores recuerdos de aquéllos cuya labor frente a los alumnos se concretó a cumplir un programa, un horario, una tarea… Aún cuando haya estado dentro de sus aulas por espacio de un año, los conocimientos se quedaron a un nivel cognitivo, sin alcanzar a meterse dentro del pecho, de manera que hoy los polvos del tiempo los han desterrado.
Recuerdo con claridad a la maestra que tomó mi mano para enseñarme las primeras letras. Parece que estoy viendo aquel gran salón de Párvulos lleno de luz, y a la maestra Lesbia enseñándonos las vocales y las primeras sílabas. No pudo haber existido un mejor salón que aquél, desbordante de luz, para comenzar a enamorarme de la escritura. Al lado estaba el salón de música en el cual aprendí aquello de: “Con una sonrisa, y una inclinación…”. Cada mañana la maestra Lucita, amante de las notas musicales, habrá renovado su propósito de vida frente al oscuro piano vertical, decidida a arrancar armonías de aquel montón de chiquillas desentonadas; sólo puedo recordarla animosa, sin amilanarse jamás con nuestros cantos. Estoy cierta que de alguna manera imprimió en todas nosotras el amor por la música, el cual con los años he visto crecer.
Recuerdo a mi maestra Cota de primer año. Parece que la veo frente al grupo, en un salón que parecía salido de un cuento de hadas; totalmente aislado del resto de la escuela, y al cual se llegaba luego de cruzar un jardín tan verde y tupido, que ni siquiera en pleno mediodía lograba verse iluminado. Por las mañanas el pizarrón se poblaba con grandes árboles, y redondas letras cursivas escritas con gises de colores. Amante de la disciplina, la seño Cota dejaba caer sobre el escritorio su metro de madera para imponer orden entre la treintena de chiquillas de seis o siete años. A su lado aprendí a dibujar casitas, y memoricé lecciones como aquella de: ¿Qué miras por la ventana?// Miro el sol que ya se va//Que me dice “hasta mañana”//¡Di madre que volverá!//Volverá niño querido//y hasta tu cama entrará//y si te encuentra despierto//¡Qué contento se pondrá! De igual manera entoné las estrofas del Himno Nacional cuya letra no dejaba de impactarme cuando la comprendí, particularmente aquello de “profanar con su planta tu suelo”…”en las olas de sangre empapad”…. y “un sepulcro para ellos de honor”. Claro a esa corta edad es difícil entender que aquello de decir que Dios siendo tan bueno, hubiera escrito con su dedo sobre la guerra y la muerte, era más poesía que otra cosa.
El resto de la Primaria, por cuestiones de trabajo de mi señor padre, lo cursé en muy diversas escuelas en distintas ciudades. De los maestros guardo las memorias que conserva mi corazón. Algo muy claro de aquellos años era la congruencia entre lo que los maestros decían y lo que hacían. Muy en especial recuerdo a mi maestra de quinto año en Durango, Hortensia Bolívar quien me enseñó con su entusiasmo a apasionarme por la palabra escrita; además aprendí a distinguir las plantas angiospermas de las gimnospermas; que los caudillos de la Independencia entregaron la vida y algo más; que el traje de yalalteca es digno de portarse, y también me enseñé a hacer buñuelitos de molde para el diez de mayo.
De la secundaria, en esos años de difícil autodefinición, conservo grandes enseñanzas de mis maestros: Disciplina, lealtad y compromiso hacia aquello que hacemos. Fue en clase de Biología en donde descubrí mi deseo de ser médico, gracias a la actitud proactiva de la maestra, que escuchaba y atendía cada una de nuestras inquietudes en clase.
Y así podría seguir recordando los maestros de Preparatoria; los de la facultad, y aquellos que conocí durante los años de especialización. Maestros con elevada calidad moral, que para cuando daban una orden, ellos ya habían cumplido con lo suyo, resultando imposible no atenderlos.
A nuestros niños y jóvenes ha tocado vivir en unos tiempos difíciles, en los que la palabra vana y el rigor del metal son la moneda corriente. Habrá entonces qué plantearnos cómo trabajamos todos para que los chicos tengan el privilegio de una tutela de maestros como los que aquí describo, tan buenos en enseñar, que aún después de medio siglo sus alumnos recuerdan perfectamente las primeras lecciones recibidas de ellos; lecciones que hablan de amor, de pasión y de entrega para toda la vida.
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