PRIMER
CUADRO: 4 DE ABRIL POR LA
TARDE.
El
cielo plomizo ha descargado todo su encono en contra de estas tierras,
haciéndolas rugir desde su vientre cual
bestias heridas, mientras que un brazo poderoso deja caer por marejadas gruesas
gotas de lluvia. Los vientos ululan en
los rincones; la visibilidad es mínima si no es que nula. El hombre vuelve a ser un niño, un cervatillo
atemorizado que corre a refugiarse entre la maleza. Extraño viernes previo a la Semana Mayor.
SEGUNDO
CUADRO: 5 DE ABRIL
Hoy
he caminado por la carretera 57
a la altura del Seguro Social; el río amenaza con
desbordarse hacia acá. Todo luce
desierto con una extraña calma expectante, por un momento me remonto a los
primeros años de mi infancia cuando la gente ordinaria caminaba, y los
vehículos pasaban sólo de vez en cuando.
Esto sucede hoy, por la acera por
donde avanzo se movilizan los contingentes en uno y otro sentido. Hacia enfrente, sobre la cintilla asfáltica,
avanza un individuo con cara de funcionario menor, ataviado con un traje gris
con tanta historia, que habrán pasado
por encima de él varias tormentas. Llego
a la plaza cívica, el tenor general es de alarma, sin embargo llama la atención
ver grupos de dos o tres por uno y otro lado; las mujeres gesticulan señalando
hacia la Villita. Por acá llegan dos ancianos
pensionados a cobrar su cheque, yo me pregunto como pudieron trasladarse cuando
no hay transporte público. La mayor
parte de los edificios del IMSS lucen solos, yo sigo aquí, pegada a la máquina
como haría al pecho del amante para percibir su tum-tum vital y saber con ello
que estoy viva.
Las
figuras se desdibujan, las palabras salen de sus bocas y adoptan formas y
colores; la explanada se viste de lenguas vivas que van, vienen y danzan
haciendo una rueda. Hay dolor, nosotros
hemos perdido a Lucy, con aquel buen humor pegado a su cara. Cada uno tiene algo que llorar esta mañana.
Queda
la nostalgia suspendida, la vida se impone por encima de los tiempos; de los
climas; de las tragedias; de las preocupaciones; de los dolores. Ahora ruge el
río, los cielos le han cedido su lugar de fiera, y se muestran
silenciosos. Solamente a la distancia
destacan las torretas de las ambulancias;
se hallan apostadas una al lado de otra, a la altura del Puente de la Villita. En el carril opuesto una
tienda de campaña marca un límite, los que son y los que tal vez sean, o hayan
dejado de ser, o puedan volver a ser cuando surjan de entre el fango y las
dudas. Yo me aferro a mi máquina amante,
a su tum-tum vital para sentirme viva.
TERCER
CUADRO: El NACIMIENTO
“Alonso”
dice la madre con voz entrecortada, mientras que un temblor generalizado agita
todo su cuerpo. Trato de calmarla
platicándole historias para distraer los fantasmas que rondan su primer dolor
de madre. Inició su trabajo de parto
cuando el río comenzaba a desbordarse, y de alguna manera cada contracción se
ha visto agravada por la angustia de sentir que las aguas la alcanzan.
Finalmente
la pasan a Quirófano; tiembla como una hoja de pies a cabeza, el abdomen dibuja
perfectamente al hijo que está por nacer, en la medida en que van lavándole con
un antiséptico que le pone la enorme barriga de color dorado. Me ha dicho que se llamará Alonso, porque
sabe que será un niño.
Cierra
la mañana, los pensionados no cobraron; las versiones son muchas, los ahogados
hasta ahora veintiocho, y cien desaparecidos.
Siempre voy a recordar a Alonso, y a su madre, y a esta 57 tan
solitaria, donde el eco de mis pasos rompe las sombras grises de las memorias
de mañana.
CUARTO
CUADRO: EPILOGO
Ha
pasado una semana de la tragedia que marcó para siempre a Piedras Negras. Voy por los pasillos del hospital, y donde
hay dos o más personas reunidas, una palabra se escucha reiteradamente, “río,
río, río”. He sido testigo de un evento
que formará parte de la historia por siempre jamás. Cuando los años pasen, y los polvos del hoy
se levanten y se hayan ido, seguirán escuchándose los niños de hoy, viejos de
entonces, diciendo: a mí me tocó la inundación del 2004. Y pasará medio siglo, luego un siglo, y
aunque cambien las tonalidades, y los portavoces, la frase será la misma: La
inundación en Villa de Fuente, un
tranquilo domingo, el día cuatro del mes cuatro del 2004.
He
sido testigo del modo como la vida se aferra a la vida; de cómo la muerte se
combate con uñas y dientes, y sé que la esperanza es lo último en
perderse. Todavía hace un par de días
encontraron a cuatro personas con vida entre el agua decididos a no dejarse llevar por la
muerte. Los damnificados se dan ánimos
unos a otros, diciendo que no importa que hayan perdido sus pertenencias, pero
que están juntos y con vida. Luego la
mirada los traiciona, se extravía en la nada, y una lágrima se escapa de sus
ojos.
Esta
mañana las pipas regaban los arbolitos del libramiento; los árboles no tienen
sed, pues las tierras se han mantenido húmedas.
Debe de ser un símbolo de recuperación o de esperanza; una manera de
animarnos a quienes por simple coincidencia pasamos enfrente. Las tierras siguen estando inusualmente
húmedas, la aridez histórica que conocieron padres y abuelos se ha borrado más
allá de lo deseable. El sol se filtra
por entre dos nubes y parece sonreír travieso.
He visto algunos niños jugando a perseguirse, descalzos con la ropa
sucia y las miradas vivaces; aquella pequeña y su muñeca muestran una blanca
mazorca por entre el lodo que cubre sus caritas.
De
alguna manera la vida se reanuda; los corazones laten, las manos se estrechan,
los hombros se fortalecen; los pies reúnen fuerzas para reemprender la
marcha. Hora de volver a tomar el
camino, adelante, siempre adelante; hora de sacudirnos los llantos, doblar una
a una las memorias, guardarlas en la
castaña de nuestra propia historia... y volver a empezar.
Piedras Negras, Coahuila. Abril 15, 2004.
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