domingo, 17 de abril de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

ÉTICA DEL CORAZÓN

Corro el riesgo de que las tiendas de conveniencia del palíndromo de cada esquina, me quieran cobrar regalías por fungir como fuente inspiradora de mis colaboraciones periodísticas, aunque siendo éstas últimas a título gratuito, no podría aplicarse un porcentaje a otra cosa que no sea la buena voluntad.

La sensibilidad ciudadana no es un tema que esté agotado, y jamás debe serlo. Es un tópico cuyo incumplimiento cansa y desanima a más de un ciudadano que procura que se cumplan leyes y reglamentos, aunque a ratos den ganas de aventar el arpa y ya. Nuevamente fue una tienda de conveniencia, temprana la mañana; el estacionamiento de la misma completamente libre de vehículos salvo el cajón para discapacitados, que ocupaba un vehículo con placas del estado de Texas, en cuyo interior no colgaba distintivo alguno de discapacidad. Dentro de la tienda una única mujer joven y fuerte, y muy posiblemente residente del lado americano, lo cual concluí tras ver la cantidad de cajetillas de cigarros que compraba y guardaba en su bolso de mano.

Con toda la gentileza de que fui capaz, aun cuando en esos trances se me agota en un segundo, me dirigí para preguntar si era la propietaria del vehículo en cuestión, a lo que muy amablemente respondió que sí. Cuando le hice notar que ocupaba el cajón para discapacitados puso cara de sorpresa, hizo como si revisara el sitio, y dijo “Pues no lo vi”. Estuve a punto de llamar algún colega oftalmólogo para que fuera testigo de aquel doble prodigio, una mujer daltónica, pero que además, en vez de confundir los tonos rojos, lo hacía con los azules…

Continuó mi conversación, nuevamente pidiendo a los dioses que me dieran paciencia. Le referí que mi madre durante sus últimos años fue discapacitada, y que era muy doloroso necesitar el único cajón de fácil acceso y hallarlo ocupado por alguien que lo utilizaba de modo injustificado. Allí su gesto se fue transformando hacia la indiferencia o el enojo, un decirme “púdrete, yo hago lo que quiero”, lo que no me silenció, dije lo que tenía decir y rematé con una grave sentencia: “Algún día, cuando en verdad llegue a necesitarlo va a entender mis palabras.”

Aquello me remitió al hermoso texto de Facundo Cabral que comienza: “No estás deprimido, estás distraído”, para dar cuenta de todas esas omisiones en nuestra percepción del mundo. Tal parece que vivimos tan deprisa, enredados en vericuetos emocionales, que no alcanzamos a salir un poco de nuestra piel para descubrir el universo que está allá afuera, compuesto por seres humanos que tienen necesidades con mucho bastante más profundas que las nuestras. Y tampoco tomamos en consideración que la cuenta a la que estamos apostando todo ese desamor, es precisamente la cuenta de la que habremos de vivir más delante, cuando la juventud se agote, las enfermedades nos atribulen y estados como la soledad o la tristeza amenacen con invadirnos.

Necesitamos rescatar esos ánimos ciudadanos para detenernos un segundo en nuestra carrera y señalar, sobre todo a las jóvenes generaciones, que entre todos construimos el mundo que finalmente habrá de quedarles a ellos, pues nosotros ya estamos más cerca de la meta final. Hacerlo siempre con dulzura, no con aspavientos; propuestos a penetrar hasta donde se hallan sus emociones y que al menos, poco a poco, se vaya dando una sensibilización de unos para con otros.

Quiero suponer que la mujer de la tienda de conveniencia volverá a hacer lo mismo la próxima vez, y quizás hasta lo haga con encono, con dedicatoria a la mamá de quien osó cuestionarla. Pero si detrás de mí viene otro ciudadano, y otro más, a hacerle ver que aquella no es la mejor forma de convivir, llegará el día –esperemos-- cuando así lo entienda, o quizás no, y sea hasta el momento cuando en verdad necesite ese cajón para ella o para alguno de sus seres queridos, cuando comprenda la intención de todos aquellos ciudadanos que la molestaron cada vez que irrespetaba el reglamento.

Una buena receta para la convivencia es salirnos de nuestra propia piel y dejarnos llevar dócilmente hacia el otro, tratando de abarcar sus razones con nuestro corazón. No es erigirnos en fiscales y señalar; no es sentirnos dioses y juzgar; no es creer que tenemos la verdad del mundo y marcar rutas de viaje. Es dejarnos llevar suavemente con los sentidos, sin enojos, sin barreras, hasta comenzar a entender. Cuesta, ¡y vaya que cuesta! , pero finalmente es el único camino para una convivencia civilizada en la que los derechos humanos tan devaluados hoy en día se apliquen de manera sistemática, no por decreto sino por convicción profunda de cada uno de los ciudadanos.

Retomo a Cabral para terminar: “No hagas nada por obligación ni por compromiso sino por amor…”

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