domingo, 12 de junio de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

INTERCAMBIO DE MOCHILAS
Empatía: Sentimiento de identificación con algo o con alguien/ Capacidad de  identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.
   El ser humano se está acostumbrando a funcionar de manera aislada con respecto de la sociedad; desde pequeño se le estructura una individualidad que lo lleva a percibirse a sí mismo como separado de los demás.  La tecnología hace su parte proveyendo a ese joven prospecto de adulto de lo necesario para favorecer aún más ese asilamiento, como un “hombre-isla” dentro de una burbuja, de la cual saldrá sólo de manera ocasional, para volver a encerrarse en ella.
   Las tendencias educativas de los últimos cuarenta años se enfocan hacia el trabajo en equipo, de modo que los jóvenes del tercer milenio en muchos aspectos sí asumen un sentido de comunidad para trabajar, pero en lo emocional parecieran estar encerrados en su propio espacio vital.  Los vemos caminando por las calles, o lo más grave, conduciendo con los audífonos puestos o “texteando”,  situación a todas luces de alto riesgo para un accidente, y que refleja el poco interés que el chico tiene en lo que hay alrededor suyo.
   Mi reflexión va, entonces, en este sentido: A pesar de los cambios educativos, la personalidad se modela en casa, y estas tendencias sociales han ido llevando a jóvenes y a no tan jóvenes hacia una pérdida de la empatía.   Los anteriores patrones  de convivencia facilitaban la cohesión de grupos ante cualquier situación que se presentara; desde el nacimiento hasta la muerte era el grupo en su conjunto el que acompañaba a las personas directamente afectadas por determinado acontecimiento; había tiempo para estar con ellas y ver por sus necesidades de momento, igual lloraban que reían juntas, para finalmente  reforzar ese sentido de comunidad.
   El diseño urbano llega a crear ciudades tan grandes, que  aquella cohesión grupal se va perdiendo.  Tal vez estemos en contacto con algunos vecinos, o podamos recurrir a ciertos amigos, pero aquel acompañamiento ha dejado de ser lo que era antes Las grandes distancias tienen su efecto, y además, encerrado cada cual en su propia burbuja no  se dan las condiciones tal vez ni  para detectar las urgencias de quienes se hallan en  nuestro entorno.  Si bien es cierto que el ser humano moldea sus circunstancias el efecto funciona en ambos sentidos, y ese ambiente frío y distante comienza a hacer mella en la esfera psíquica del individuo y acrecienta su separación emocional del resto del grupo, hasta que en un momento dado él mismo se percibe muy solo, y no logra precisar de entrada cómo fue que se generó aquella condición.
   De lo anterior deriva un sinfín de conductas que nos dañan a todos.  Una de ellas tiene que ver precisamente con la empatía, esto es, yo, que me cuezo aparte de los demás pretendo, desde mis muy personales circunstancias erigirme en juez de otros, y no cualquier juez.  Por lo general somos duros para señalar y condenar, como si nos asistiera la verdad  absoluta, sin darnos cuenta de que es justo esa miopía en el observar lo que finalmente da cuenta de nuestras propias limitaciones.   Pero, ¡ah, cómo somos proclives a disecar en vivo al prójimo!, lo hacemos hasta con cierto goce íntimo,  significando entre líneas que nosotros somos mejores.
   Bien dice el refrán popular: Sólo quien carga la mochila sabe cuánto pesa. Si en un acto de magnanimidad comenzáramos por no juzgar “a priori” las conductas o los motivos de los demás, aun si los mismos llegaran a lesionarnos.  Si nos abstuviéramos de emitir juicios dogmáticos, partiendo de que no obra en nuestro poder la verdad absoluta.  Si en lugar de ver caer al compañero y limitarnos a observar, le ayudamos a levantarse.  Si suavizamos un tanto nuestro corazón y nuestros sentidos, y somos uno con el que en ese momento lo necesita.  Si salimos de nuestra burbuja aséptica para “contaminarnos” con las realidades de los demás, y las aceptamos aun cuando no alcancemos a comprenderlas.  Finalmente en este planeta cada cual tiene derecho a actuar como mejor considere, y nunca la conducta de dos personas va a ser semejante, así se hallaran ambas en la misma situación. Si nos proponemos generar un ambiente emocional más “habitable”, cálido y apoyador, las cosas comenzarían a cambiar para todos…
   Cuando llevemos a cabo un verdadero intercambio de mochilas, y carguemos la del otro,  nos daremos cuenta que al cargarla  de alguna manera comenzamos a actuar justo como su dueño hace  y no como nosotros pontificamos; a partir de entonces  la diaria convivencia  se transformará en un sano ejercicio de mutuo entendimiento.
   Hay dos caminos: Abrir los sentidos y el corazón para ejercitar la empatía, o acercarnos peligrosamente al despeñadero donde hasta la mejor burbuja se hace trizas.

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