EPIFANÍA DE LA GRAN PLAZA
Cuentan que va por la vida transportando su hogar en varias
maletas. Que en una guarda su ropa de
invierno, mientras que en otra conserva
con especial cuidado unas cartas y algunas fotografías que le dejó su madre. Encima de la pila de
velices y bolsas que ha montado sobre un diablito metálico, lleva almohada y cobija.
Lo tildan de vagabundo, a mí me asombra el esmero con que transporta sus
cosas, tanta pulcritud no es propia de alguien así.
Quienes le conocen afirman que siempre ha guardado sus más
hondas esperanzas en el cuenco de una
mano. En tardes como esta, cuando la brisa del Bravo se siente cual gentil
cosquilleo sobre las mejillas, él abre su mano y las deja volar por un rato, hasta ir a confundirse con las palomas grises del Santuario.
Unas y otras juguetean en las amplias baldosas de la Gran Plaza,
sobrevuelan las graderías de cemento pintadas de azul del Teatro Hundido, y volando en círculos saludan al chapulín que custodia el Museo del Niño.
Más delante llegan a visitar a
sus compañeras las golondrinas del monumento central, que de seguro las han de mirar con
envidia desde su inmovilidad. Mientras
eso hacen esperanzas y palomas, el buen hombre se sienta a descansar bajo la sombra de algún fresno joven, y tal vez se compre una paleta de limón
que de seguro sabrá disfrutar como un niño.
Cuando comienza a caer la tarde se incorpora, avanza un poco
y eleva su mano extendida. Las
esperanzas entienden que es hora de recogerse y partir. Él vuelve a guardarlas en el cuenco de su
mano, levanta el diablito y reanuda su marcha.
Conforme la distancia lo va engullendo, comienza a
desprenderse una estela luminosa tras de
sí. Supongo que así han de lucir los santos. Estoy tentada a pensar que con
haberlo visto, ya he conocido uno.
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