domingo, 17 de junio de 2018

CUADROS URBANOS por María del Carmen Maqueo Garza


EPIFANÍA DE LA GRAN PLAZA
Cuentan que va por la vida transportando su hogar en varias maletas.  Que en una guarda su ropa de invierno, mientras que en otra  conserva con especial cuidado unas cartas y algunas fotografías  que le dejó su madre. Encima de la pila de velices y bolsas que ha montado sobre un diablito metálico, lleva  almohada y cobija.  Lo tildan de vagabundo, a mí me asombra el esmero con que transporta sus cosas, tanta pulcritud no es propia de alguien así. 
     Quienes le conocen afirman que siempre ha guardado sus más hondas  esperanzas en el cuenco de una mano. En tardes como esta, cuando  la brisa del Bravo se siente cual gentil cosquilleo sobre las mejillas, él abre  su mano y las deja volar  por un rato, hasta ir a confundirse  con las palomas grises del Santuario.  Unas y otras juguetean en las amplias baldosas de la Gran Plaza, sobrevuelan las graderías de cemento pintadas de azul del Teatro Hundido,  y volando en círculos saludan al chapulín  que custodia el Museo del Niño.  Más delante llegan a  visitar a sus compañeras las golondrinas del  monumento central, que de seguro las han de mirar con envidia desde su inmovilidad.  Mientras eso hacen esperanzas y palomas, el buen hombre se sienta a descansar  bajo la sombra de algún fresno joven, y tal vez se compre una paleta de limón que de seguro sabrá disfrutar como un niño.
     Cuando comienza a caer la tarde se incorpora, avanza un poco y  eleva su mano extendida. Las esperanzas entienden que es hora de recogerse y partir.  Él vuelve a guardarlas en el cuenco de su mano, levanta el diablito y reanuda su marcha.
     Conforme la distancia lo va engullendo, comienza a desprenderse  una estela luminosa tras de sí. Supongo que así han de lucir los santos. Estoy tentada a pensar que con haberlo visto, ya  he conocido uno.

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