sábado, 11 de junio de 2011

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


LAS SARDINAS Y YO
Solamente en  la Literatura sucede que el personaje de la historia hable consigo mismo de forma natural, de igual  modo como podría hablar con seres fantásticos salidos de su imaginación.  Pero  en nuestro mundo real, a cualquiera que muestre visos de estar dialogando consigo mismo  pronto le habremos colgado una etiqueta de “loco” y lo habremos marginado.   En este punto, me atrevo a decir, radica uno de los grandes males de nuestros tiempos.
   Hace  algunos días asistí a una reunión social: En el interior de un gran salón se había desplegado  algo así como   una veintena de mesas con diez invitados cada una.  El evento  tuvo varias partes, una de las cuales consistía en la proyección de un video, por cierto  muy interesante.   Durante los casi diez minutos que duró dicha proyección, y con “un ojo al gato y otro al garabato” paseé la mirada por las distintas mesas, y llamó mi atención que no menos de dos personas por  mesa se mantenían ajenas a la gran pantalla, sumidas en sus aparatos móviles.   Ello me llevó a evocar imágenes urbanas familiares a todos nosotros, un individuo que se encuentra solo en un sitio público, casi de inmediato y con signos que denotan  urgencia echa mano de su aparato de comunicación y algo hace con él: O llama, o textea, o hace como que llama o como que textea.  El asunto, al parecer,  es escaparse de aquel  terribilísimo instante de solitud…
   Frente a una escena como ésa me ha quedado la duda  si la persona que se refugia en un montón de circuitos para romper ese instante  difícil, lo hace temerosa de que otros la observen sola y la juzguen, o si en realidad es un temor interno a la soledad de mí-conmigo, lo que sería aún más grave entonces.
   Con respecto a la tecnología en la comunicación innumerables cosas han cambiado en los últimos treinta  años: Entre 1981 y 1986 nace la primera generación de teléfonos móviles de tipo analógico, que finalmente son sustituidos en 1990 por los de segunda generación, que paulatinamente van progresando a los de tercera, y finalmente al “teléfono inteligente”.   De este mismo modo fuimos dejando de lado los costosos “ladrillos” para ver nacer aparatos de muy finas dimensiones, menos caros,  con capacidades cada vez  mayores para comunicarnos con todo el planeta.  Pero en ratos parece que el incremento en la inteligencia de los aparatos ha traído una merma en la actitud inteligente de nosotros,  los usuarios, pues dependemos cada vez más de esa cajita con entrañas de cobre para sentirnos vivos y cuerdos.
   Otra actitud que vamos estrenando en este mismo asunto de la tecnología, es lo que tiene que ver con el video.  Ante cualquier situación que se sale de lo ordinario, en lugar de disfrutarla con los sentidos nos afanamos en capturarla con la cámara, ya sea del propio celular, cámara digital o qué sé yo.   El goce del momento queda cancelado ante la inminencia de filmar aquello para la posteridad, y tantas veces la posteridad también queda cancelada pues falla la filmación, o ya cuando vemos con detenimiento las imágenes comprendemos que no empatan con lo poco que alcanzamos a percibir en vivo, y que más valdría haber disfrutado aquello en el instante.
   En fin, volviendo un poco al asunto de nuestro propio espacio, la angustia existencial nos ha llevado a movernos como pececitos en medio de un banco de sardinas, procuramos ir en el grupo con todos los demás.  Es menos importante hacia dónde vamos, el asunto, pareciera,  es ir todos juntos. Y de esta manera nos vamos perdiendo incontables oportunidades de personalísimo esparcimiento, pues si no es con el grupo simplemente no lo intentamos.  Perdemos ese sello de autenticidad, y lo más triste, ni procuramos ni disfrutamos un rato de mí-conmigo, espacio fundamental para la reflexión y la creatividad.
   Esta tendencia de banco de sardinas comienza a percibirse por parte del niño pequeñito, de manera que él  descarta ya la  posibilidad de estar solo y opta, en el peor de los casos,  por el barullo constante  de la televisión o del radio.     Vistas así las cosas, el estar solo consigo mismo se presenta de primera intención como un momento de crisis indeseable, y  no como un espacio  para la reflexión y el auto-conocimiento.  La soledad de mí conmigo la  vivimos como si nos halláramos debajo del agua, sintiendo la inminencia de morir en ese mismo instante.
   Ojalá que cuando nos  sorprendamos a nosotros mismos entrando en esas crisis de pánico por  hallarnos solos, interrumpamos ese círculo vicioso de las sardinitas y comencemos a hacer de tales ratos espacios para la creatividad y la propia definición, algo que resulta urgente rescatar en nuestros agitados tiempos actuales. 


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