AGUA Y FUEGO
Estoy de regreso en casa luego de una semana de intensa faena hospitalaria, esta vez como paciente, para someterme a un procedimiento quirúrgico que cierra un círculo de treinta y seis meses a lo largo de los cuales –puedo decir—de los momentos de mayor dificultad se han seguido epifanías plenas de luz.
Retorno a lo mío con huellas de guerra en la piel, pero con el espíritu muy en alto después de jornadas en las cuales se aprende a dar su justo valor a cada pequeño momento, para así entender de una vez por todas, al menos en mi caso, que soy una privilegiada por tener vida en mi cuerpo y claridad en los sentidos.
Mucho se ha satanizado la Medicina institucional, algo que yo no podría secundar en manera alguna. Nuestras instituciones públicas de salud, por razón del volumen que manejan, no están en capacidad de ofrecer la comodidad ni la privacidad de un hospital particular. Sin embargo el nivel profesional que posee cada uno de sus médicos especialistas, tanto titulares como en preparación, así como la actuación del personal de las diversas categorías que complementan la labor médica, vienen a compensar las incomodidades que pudieran existir. Tal es el caso del Hospital de Especialidades 25 del CMNN del IMSS en Monterrey, cuya dirección recae en un gran ser humano y excelente profesional, el Dr. Pablo Moreno Guevara, a quien desde esta pequeña tribuna me permito felicitar por su vida y su actuación como directivo.
En mi sala había cuatro camas de las cuales, venturosamente, yo ocupaba una de las dos centrales. Dicha posición en el espacio me facilitó tomar el pulso hacia ambos lados, y aprender cosas muy valiosas con relación a la vida misma. Mi vecina de la izquierda Carmen Julia y yo, hicimos clic de inmediato, creándose un ambiente agradable que aligeró mis ratos de castigo físico cuando suspiraba tanto por un trago de agua, que comenzaban a incubarse dentro, por una parte planes maléficos para asaltar a quien pasara frente a mí con una botella helada del vital líquido, y por la otra ilusiones de locura, como tomarme de un solo trago toda el agua del Niágara.
Hacia el otro extremo las cosas fueron cambiando en el curso de la semana, pacientes llegaban, pacientes salían… Algunas con un gran dolor en sus cuerpos, muchas con un gran dolor en el alma. En especial había una mujer joven en la cual fue siendo evidente una transformación; a su ingreso se notaba de manera muy clara el nivel de enojo, primero con ella misma y, obvio, con el resto del mundo. Un par de veces algún comentario de apoyo entre corredores de una misma carrera expresado por mí, fue correspondido con su antítesis entre dientes y de manera burlona, en tanto sus familiares también muy enojados, podía percibirse, no estaban en condiciones de concebir que su derecho termina donde comienza el de otros, manejándose conforme a su propio momento, sin consideraciones por los enfermos vecinos, lo que me llevó a soportar un par de incómodas noches de hospital.
Claro, cuando una enfermedad de súbito nos saca de balance, nuestra respuesta suele ser de inicio una mezcla de sorpresa y miedo, e irá progresando hacia otras más, entre ellas el enojo –etapa en la cual los notaba instalados— hasta asimilar que pelearnos con las circunstancias o con nosotros mismos no producirá nada favorable, y que como sobre arenas movedizas, solamente iremos hundiéndonos más. De manera venturosa, justo antes de mi alta observé en la paciente un cambio de actitud que sugería que ahora estaba dispuesta a entrar en el juego que la enfermedad le proponía: Crecer a través de ella.
En lo particular agradezco a Dios la oportunidad que me dio hace tres años de comenzar a vivir un proceso mediante el cual aprendí a valorar de manera profunda elementos que antes hubiera pasado por alto: Una brizna de aire fresco; un trago de agua que alivia; una mano que sostiene; una titilante lágrima que desvela; un amigo que se hace presente a la distancia como si estuviera allí. Si no hubiera sido a través de este “pasar por la forja del herrero”, quizás nunca habría alcanzado a aquilatar en su justo valor a la familia y a los amigos, ni estaría en condiciones de medir frente al desafiante enemigo mis propias capacidades.
A mis amados hijos les ha tocado acompañarme desde el primer momento; sé que se han enriquecido mediante la obligada tarea de permanecer próximos a la forja del herrero, aunque quizás sea a la vuelta del tiempo cuando lo descubran. Desde aquí los bendigo.
Se cierra un ciclo, se abren muchas puertas, y la vida sigue: En su constante flujo y reflujo, inmanente, imparable, eterna.
Carmen, muy buena reflexión sobre tu estncia en una unidad de medicina institucional. Totalmente cierto el profesionalismo de nuestros compañeros en sus manejos , a persar de todas las limitaciones presentes. Comi tú bien dices, hay que recer en la enfermedad y en cualquier otra cinrcunstancia.-
ResponderBorrarImaginemos a nuestro México una semana sin las instituciones de salud, para valorar lo que ahora tenemos. ¡Gracias por tu visita y comentario!
BorrarDoctora Maqueo, qué gusto que esté de regreso. Mi admiración por usted crece cada vez más por su valor y su espíritu indomable.
ResponderBorrarAprendo mucho de sus experiencias, tiene usted una gran sensibilidad. Me conmueve y me motiva.
Cuando muchas personas se derrotan ante momentos adversos, usted reacciona con casta de campeona.
Deseo que Dios la llene de bendiciones. A sus hermosos hijos, también.
Un gran abrazo y mi cariño.
Marcela Naciff Ocegueda
Muchas gracias por su comentario Señora Marcela:
BorrarSon personas como usted, siempre positivas, una definitiva inspiración para mi pluma. ¡Saludos!