LA MIRADA LATERAL
El estado actual de cosas nos deja sólo dos opciones: Dejarnos morir o reinventarnos.
A una semana de terminado el II Congreso de Mujeres, sigo meditando lo aprendido, esta vez en la Mesa de Cronistas en la cual participaron Gabriela Wiener, Farid Zerán y Cecilia García Huidobro, bajo la coordinación de Laura Emilia Pacheco. Al hablar sobre el ejercicio periodístico-literario que la crónica representa, lanzaron un concepto que me atrapó: La crónica es el relato de la mirada lateral, de todo aquello que está ocurriendo alrededor del hecho central sobre el cual tratarán los grandes titulares; es una suerte de voyeurismo, una afortunada intromisión en asuntos ajenos, que en lo personal me produjo una imagen fortísima, escribir crónica es ir asomándose a través de todas las ventanas que vamos encontrando en el camino. Es una tarea que demanda ahijar identidades ajenas por un rato y meterse muy dentro de sus circunstancias, para darles voz.
Las ciencias enseñan el manejo con base en resultados. El periodista se lanza por la nota mayor, en tanto que desde su vena artística el cronista enriquece los acontecimientos, al colocarlos dentro de una dimensión humana y única. Ortega y Gasset escribió: “Para quien lo pequeño no es nada, lo grande tampoco es grande.”, esto es, la vida finalmente está dada por el conjunto de pequeños momentos. Así entonces el dolor es un rosario de minúsculos dolores como abalorios, y el placer un ramillete de instantes que vuelven la vida una experiencia grandiosa.
Los momentos que pasamos por nuestra cuenta, sin compañía, solemos asumirlos como el tramo entre dos estaciones de tren subterráneo, con la mente puesta en la siguiente parada. No hallamos mucho sentido a esos fragmentos de tiempo, cuando en realidad es a través de ellos que la vida nos ofrece un palco de primera para conocerla y disfrutarla.
Los fenómenos sociales de la actualidad son únicos; en los más extremos prevalece la palabra “insatisfacción”, y la búsqueda incesante de alguna emoción estimulante. Sucede para el placer, que pronto pierde su efecto, y lleva a procurar variantes distintas que despierten una emoción mayor; lo hacemos una y otra vez, con intensidad creciente, para llegar a la orilla de nuestras vidas y descubrir que nos sentimos igual o peor, que una sensación de hastío se nos ha incrustado en la piel, y que no podemos arrancarla sin traernos un pedazo de carne propia al hacerlo.
Lo mismo aplica para la violencia asociada a la delincuencia, la cual adopta un cariz progresivamente más infrahumano; los actos violentos vienen cargados de una furia cada vez más honda, cuyo origen es difícil de entender, aunque desde esta misma óptica el avance hacia formas de violencia más y más terribles, obedece también a esa necesidad adictiva de adrenalina pura. Los resultados están allí, una estela desgarradora de dolor y muerte, que nos coloca como sociedad en un estado de permanente zozobra al que no estamos dispuestos a acostumbrarnos. Frente a esos grandes males demandamos grandes remedios, y mientras las cosas cambian, o el tiempo pasa, o ambas cosas suceden, nos hallamos paralizados, encapsulados dentro de una coraza de temor, sin permitirnos salir a dar un vistazo en derredor, para entender que la vida sigue.
Finalmente a lo que quería llegar, esta misma regla aplica para la sensación de felicidad. En la medida en que abramos los ojos al mundo que nos rodea y comencemos a contagiarnos del disfrute de los pequeños placeres, nuestra existencia tendrá opción de salir adelante. No pongamos el corazón más allá de lo que nuestros sentidos alcanzan en este justo momento, y concedamos a la vida la oportunidad de enseñarnos a gozar al máximo con lo pequeño: El olor al cilantro recién cortado en la cocina de casa; el brillo en los ojos de un hombre mayor que va a la tienda dispuesto a regalarse una camisa nueva; la ilusión de aquella jovencita decidida a convencer a la abuela de que la deje salir con sus amigas… Son pequeños placeres que pasan zumbando frente a nuestras sombras largas, en un afán de acallar el murmullo incesante de nuestros pequeños lamentos. ¿Por qué no dejarnos contagiar?
Me atrevo a suponer que hay más goce en el primer bocado que da el peón a sus tacos de papa de las doce, que el que siente frente a una cena gourmet de cuatro tiempos aquel elegante comensal, al que poco o nada le sorprende.
Aprendamos el arte de la mirada lateral, comencemos a gozar los granos de arena antes que las estrellas de mar: Los grandes placeres --más quiméricos que otra cosa—se redimensionan frente a los pequeños disfrutes de cada día, de los que dan cuenta las crónicas de santos y de locos.
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