martes, 12 de junio de 2012

IMAGEN PRIMERA DE SHIBUYA por Alberto Ruy Sánchez


Me gusta en Tokio la zona de Shibuya porque es una mezcla enorme de superficies urbanas contiguas o sobrepuestas que se recorren en unos pasos. Es decir, un mundo concéntrico de sensaciones y sabores, de placeres y sorpresas, que la hacen única. Muchas veces Magui y yo hemos tomado estas calles como punto de partida para gozar Tokio.
Amanecer en el barrio de Shibuya es como despertar dentro de un sueño. Su extrañeza es fascinante porque parece no existir y de pronto se impone en los detalles, aquí y allá, haciendo pensar que este sueño sigue su lógica propia: algo de sorpresa mezclado con algo de placer a la deriva. Sobre todo si uno acaba de llegar de un largo y tortuoso viaje desde México, casi sin dormir, encerrados en el avión que pondrá más de 17 horas entre mi casa y mis pasos en el aeropuerto de Narita. Y si uno sale a caminar al amanecer para estirar las piernas e ir dejando en las calles frescas el maltrato del cuerpo que cada vez con más saña nos imponen las líneas aéreas.
La imagen más conocida de Shibuya es la de esa ciudad del futuro que como en la película Blade Runner, todos los muros en vez de ventanas tienen pantallas que proyectan publicidad. Aquí de pronto conté doce muros, cada uno tratando de ser más grande que el otro. Las pantallas de los antiguos autocinemas se quedan chicas, por supuesto. En cada una se proyectan mini películas que tratan de robar la atención con más ruido, más música, más acción, más volumen en todos los sentidos. Mañana, tarde y noche. Se concentran en un famoso cruce diagonal de peatones asombrosamente multitudiniario. Desde fuera, antes del verde, parece que se fueran a enfrentar dos ejércitos de samurais. Crece la tensión, se encuentran a media calle y se mezclan sin tocarse. La tensión de oleaje se diluye para volver a comenzar en cualquier rato. Pocos saben que a escasa media calle de ese fenómeno de extrema modernidad, que por supuesto envejece aceleradamente, uno pasa por debajo de un puente del tren y se encuentra en una calle poblada por una sucesión de cantinas donde caben máximo seis personas en cada una. Y el tren pasa al lado agitando las tiras de tela de las puertas. Estamos en los años veintes o treintas, como en una película de Ozu donde nada sucede sino el paso del tiempo y el viento. En Shibuya esas dos realidades, estos dos tiempos alejados uno del otro casi un siglo, conviven como todo en Tokio, formando pieles de cebolla que es un placer penetrar.
Todo esto alrededor de la estación de trenes y metros y centros comerciales donde hace poco se reunían los jóvenes medio contestarios, impulsores de culturas paralelas. De aquí surgieron modas de ropa y de música pop implantadas en Asia. Queda una enorme cantidad de tiendas para ellos. Pero todo se ha vuelto como todo lo nuevo, algo viejo. Quedan islas extrañas: una colina con la mayor concentración de hoteles de paso, varias estaciones de radio y televisión con programas abiertos al público y que vemos los pasantes por las ventanas, restaurantes soberbios, como uno especializado en anguilas y otro, muy criticado, que sólo vende ballena preparada de doce formas tradicionales distintas. También hay ahora grandes tiendas de departamentos y cada vez más boutiques globales. Y este fabuloso museo del Tabaco y de la Sal donde Artes de México presentó hace unos años una exposición sobre el tequila y su cultura. Porque Japón y Francia son los únicos países donde no tienes que explicar que una bebida así es un fenómeno cultural.
Shibuya es un barrio bastante céntrico de Tokio que hace algún tiempo fue un pueblo en la periferia con una estación de tren campirana. Un profesor salía todas las mañanas desde ahí hasta su trabajo y su perro lo acompañaba a la estación e iba a buscarlo a su regreso. Un día le dio un ataque al corazon y nunca regresó. Pero su perro, Hachiko, no dejó de ir todos los días a la llegada del tren convirtiéndose en símbolo de fidelidad y en emblema del barrio. El autobús comunitario se llama "el Hachiko" y, saliendo de la estación, una escultura de bronce del perro esperando es el punto público de encuentro. Los sábados y domingos, al amanecer, es fácil encontrar en los giros de los callejones curvos a grupos de jóvenes que no alcanzaron a tomar el último tren hacia los suburbios. Se quedan en grupos de cuatro, cinco, seis o más. Vestidos todavía de fiesta gótica o de personajes de manga, o de rockeros salidos de una máquina del tiempo, dormidos en la calle plácidamente.
Amanecer en Shibuya me recuerda siempre lo inesperado que puede encerrar lo evidente, la alegría de los sabores desconocidos, la belleza del espíritu de un lugar que con paciencia florece en nosotros tenazmente.

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