sábado, 16 de junio de 2012

TRIBUTO A LOS PADRES por Rubén Núñez de Cáceres V.

Hoy recuerdo a mi padre Agustín Maqueo Cario (1921-1999)
“Un padre sabio es el que se preocupa, primero que nada, por conocer a su hijo…”
W. Shakespeare.


De alguna manera, los padres no fueron hechos para ser considerados como personas excepcionales.

No hay para ellos alfombras rojas, ni estruendosos reconocimientos, ni luces que hagan resplandecer fielmente el cotidiano entusiasmo con que luchan por ayudar a construir el alma de sus hijos.

No vemos en ellos la cautivadora imagen que tiene las madres arrullando a su hijo, ni manifiestan tan claramente como ellas la ternura con la que  abrazan a quien, sin embargo, es también un pedazo de su corazón.

No lo llevaron en su seno, ni lo dieron a luz con esfuerzo, ni lo alimentaron de sí mismos, lo que pareciera significar que no pueden amar tan profundamente como ellas.

Y acaban entonces por aceptar todo esto con la  resignada y sabia paciencia que da el saber que finalmente, su esposa es en verdad el centro y el corazón de su hogar. Aunque muchas veces extrañen el no poder serlo de alguna manera, ellos también.

Son casi siempre medrosos ante el dolor, frágiles ante la pena del hijo enfermo y muchas veces hoscos frente a la ternura que reciben y que sin duda ellos también tienen para dar, pero que por temor no se atreven a hacerlo.

Se les reclama que  sean simplemente proveedores, pero se les exige que también lo sean; se les pide energía, pero también paciencia; se quiere que sean jueces rigurosos, pero de igual forma benévolos y compasivos y que sepan escuchar siempre, aunque a ellos no se les escuche de la misma forma.

Ellos deben ejercer una autoridad que les haga llevar con fortaleza el timón de su casa, aunque desgraciadamente eso acabe por enmascarar la expresión legítima de su cariño. Viven entonces la paradoja del que ama, pero no debe decirlo para no parecer débil y conformarse entonces con esa migaja de amor que llamamos respeto, que algunas veces, es cierto, les llena, pero no les colma.

Cuando luchan por labrarse un porvenir, corren el riesgo de perderse el presente. Y si deciden vivir el presente, se les reprocha no pensar en el futuro. Si eligen dar, se les reclama por no darse. Si eligen darse, se les reclama por no dar.

Necesitados de comprensión y de cariño nunca lo piden por timidez y por no verse vulnerables. Pero  cuando el momento llega de qué el hijo se vaya de su lado a estudiar o trabajar fuera, o la hija se casa, deben callar hasta casi parecer indiferentes, para no quebrantar esa imagen de dureza que se han ganado, tal vez sin merecerla. Y es muy posible, sin embargo,  que en ambos casos estén muriendo por dentro.

Les exigimos, de una manera casi siempre desaprensiva, que sean ejemplo de virtud y modelo a seguir, paradigma de fortaleza y serenidad, amor y justicia y que su horizonte pueda dimensionar el nuestro, hasta que finalmente encontremos nuestro propio arcoíris. Lo que un día llegará y más pronto de lo que ellos tal vez pensaron o desearon.

Los imaginamos  sabios cuando somos pequeños, los suponemos ignorantes cuando somos adolescentes y acabamos aceptando que son  conocedores cuando somos finalmente maduros y nuestra celeridad para juzgarlos con dureza supera todo cálculo, agobiando sin saber quizá, con nuestros severos juicios, su corazón limitado, contingente e imperfecto.

Si los viéramos por dentro, quizás comprenderíamos más de lo que lo hacemos, los amaríamos más de lo que nos permitimos y los conoceríamos tanto como para entenderlos cabalmente. Y quizás entonces les veríamos como realmente son, seres de carne y hueso, rodeados de debilidad como todos los mortales y muy lejos de la perfección que les exigimos. Y  seríamos conscientes que, a pesar de todo y de muchas formas, su esfuerzo con nosotros tuvo sentido.

Y ahí están,  amorosos en su casi siempre fingida solemnidad y sabios en su silenciosa y meditada cordura, esa que a veces nuestra miopía nos impide ver, y que les lleva a la inevitable incongruencia que hay entre su ser y su querer entre su sentir y su desear, entre su permitir y limitar.

Es cierto, de alguna manera los padres no fueron hechos para ser excepcionales.

Pero a todos los que aún viven y a los que han muerto los bendecimos y los amamos tanto como los añoramos y los reconocemos, porque al ser uno con nuestras madres, nos hicieron conocer la esperanza de que, un día, alguien pudiera entregarnos el sencillo pero sublime tributo de llamarnos padre.

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