domingo, 23 de septiembre de 2018

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

CON ALAS DE ALBATROS

Hace algunos días, durante una tormenta se fue la energía eléctrica en casa, y de golpe me percaté hasta que  punto los seres humanos del siglo veintiuno nos hemos vuelto dependientes de ella para nuestro diario actuar.  Ya caía la tarde, y de momento me hallé sin mucho que hacer dentro de casa, con calor (por la falta de  aire acondicionado), con las ideas flotando en la nada, sin poder concretarlas por escrito, y sin cómo leer, salvo que lo hiciera bajo la titilante llama de una vela.   Fue entonces cuando caí en cuenta   que tanto nos hemos despegado de los paradigmas de hace poco más de cien años, cuando la caída de la tarde era ocasión para explorar el universo y entablar una comunicación humana enriquecedora.
     Esos mismos avances tecnológicos han generado cambios en nuestra forma de ser y de relacionarnos con los demás, los que no siempre garantiza una mejor convivencia.   Muchos de los dispositivos electrónicos tienden a aislarnos  en  mundos artificiales que nos roban mucho de nuestro tiempo y de nuestro entendimiento.  
     Pareciera que los adultos le tenemos mucho miedo a no saber manejar a los pequeños.   Intentamos a toda costa llenar sus vidas con elementos que los mantengan ocupados, como si nos angustiara el que puedan reclamarnos por su tedio.   Se nos olvida que cuando nosotros éramos pequeños, nuestros padres jamás tuvieron que mantener una función continua, no había fastidio, pues siempre hallábamos  en qué ocupar nuestro tiempo.   Llegaban la fantasía y la creatividad al rescate, y de alguna manera nuestros espacios  se llenaban con elementos de la imaginación.  Los objetos triviales adquirían formas y funciones mágicas, y armábamos historias entretenidas que nos daban para rato.
     ¿En qué momento se coló el sentimiento de culpa en nuestras vidas, ese que nos lleva a  sentirnos en obligación de entretener a nuestros niños de manera constante?   Como si fuéramos incapaces de estimularlos a crear sus mundos propios.   Siendo que de esos mundos propios de la infancia se generan grandes habilidades en el ser humano, en particular las que tienen que ver con la creatividad.   !Vaya! Cuando leemos biografías de diversos artistas nos hallamos con un sustrato que pocas veces falla.  Suelen mencionar sus inicios en el arte a partir de experiencias de su  infancia temprana.   Por citar algunos, está Carlos Fuentes en las reuniones de artistas e intelectuales en su casa paterna, mismas que despertaron su gusto por  conocer y su  refinamiento estilístico.  Las tardes que pasó Gabriel García Márquez de pequeño en casa de los abuelos Gabriel y Tranquilina,  rodeado de historias y fábulas que despertaron su imaginación.  O bien los recorridos en tren que emprendió Pablo Neruda de niño a través de las riberas del río Cautín, en su natal Chile.   Si todos ellos, de niños, hubieran tenido en las manos un teléfono celular que los mantuviera absortos, con seguridad nos habríamos perdido de grandes obras literarias.
     Un rasgo distintivo de los niños y jóvenes actuales, es su baja tolerancia a la frustración.  Nuestra forma de crianza ha generado chicos que no saben ser pacientes, y que esperan ver cualquier problema resuelto a la primera y justo como ellos lo desean.  Los adultos a ratos parecemos empeñados en allanarles el camino antes de que coloquen el pie sobre el mismo, como si  quisiéramos evitarles hasta el mínimo contratiempo.   Corremos a resolverles cualquier problema que se les presente, apagando con ello  creatividad y  tolerancia, dos elementos que les harán mucha falta en su vida futura, cuando los papás ya no estemos  para llevarlos entre sedas.
     Buscando la forma de entender esta problemática se antojan diversas causas.  Lo primero sería que como cada hijo --al menos en teoría--, obedece a un embarazo planeado y deseado, nos sentimos en obligación de rendir pleitesía al vástago que trajimos al mundo con pleno conocimiento de causa.  Otra razón sería que como las familias de hoy en día son pequeñas, los niños tienen menos hermanos con quienes jugar, y se nos carga la culpa. Una más es que no queramos dejarlos ir cuando crezcan, y de manera inconsciente los educamos para que sigan dependiendo de nosotros por siempre jamás.   Cualquiera que sea la razón, la verdad es que estamos cortándoles las alas a nuestros críos, cuando ellos tienen todo el derecho a volar con alas de albatros.
     Dejemos de ver al niño como el pendiente de este instante, y comencemos a enfocarlo como el proyecto de ser humano para el que vino al mundo.  Evitemos  hallar en él ese asunto temporal por  apaciguar, y visualicémoslo  desde pequeño como esa persona que va a dejar huella de su paso, a través de su propio ingenio creativo, desde hoy y para siempre.

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