domingo, 5 de octubre de 2025

4: CARTAS A MÍ MISMO por Carlos Sosa

Solo conmigo

Cuando la gente nos mira, ve la versión de nosotros que aprendió a comportarse: la que sonríe aunque tenga ganas de gritar, la que asiente mientras por dentro hierve, la que se acomoda al molde social como un zapato demasiado apretado.

Pero cuando la puerta se cierra y se apagan las voces de afuera, aparece el verdadero yo. El incómodo. El que no se maquilla ni se justifica. El que se atreve a ser brutalmente honesto.

A solas uno descubre que no siempre es el héroe de su propia historia: a veces es cobarde, a veces es cruel, a veces carga culpas tan viejas que ya ni recuerda su origen. Y ese yo incómodo se asoma frente al espejo con una mirada que duele, porque no tiene testigos a quienes engañar.


Es ahí donde nacen los pensamientos que jamás se dirían en voz alta, los deseos prohibidos, las pequeñas miserias que se esconden bajo la alfombra cuando hay visitas.


El verdadero yo no es el perfil de redes sociales, ni el personaje de oficina, ni el vecino cordial que saluda en la mañana. Ese es el yo público, el actor entrenado.


El verdadero yo aparece cuando nadie nos ve, y suele ser más frágil de lo que presumimos, más oscuro de lo que admitiríamos, más contradictorio de lo que toleraríamos en otro.


Y sin embargo —y aquí está la trampa— ese yo secreto también es el más real. El que se permite llorar como un niño, el que se ríe de lo absurdo, el que se sienta a negociar con sus fantasmas y a veces hasta les sirve café.


Ahí, en esa intimidad brutal, es donde uno descubre de qué está hecho en realidad.


Tal vez por eso huimos tanto de la soledad: porque no tememos al silencio, sino a la voz que emerge dentro de él. Esa que nos desnuda y nos recuerda que nadie nos conoce del todo… ni siquiera nosotros mismos.


Porque al final, cuando estoy solo conmigo, no hay nadie a quien mentirle… y ese es el infierno más honesto de todos...

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