Vivimos en ciudades que van cada vez más de prisa.
Se saturan de vialidades para automóviles, y van quedando fuera las aceras.
Predomina el ruido de los motores sobre el arte de la convivencia.
Predomina el ruido de los motores sobre el arte de la convivencia.
El ser humano halla cada vez más difícil comunicarse con otros, consigo mismo.
Todos vamos circulando a altas velocidades, tratando de alcanzar la próxima luz verde.
Como si no hacerlo significara una derrota imperdonable.
El gesto se vuelve duro, casi de enojo, parece que la sangre hirviera.
Nuestro acelerado avance no nos permite disfrutar cosa alguna en el camino.
No volteamos a ver el cielo, ni tenemos tiempo para encontrarnos con la vida.
Todo es competencia, ir en contra del reloj, llegar antes que los demás.
No nos detenemos acaso a razonar los motivos de nuestra prisa.
Nos movemos apurados procurando ser siempre los primeros, a donde vayamos.
¡Y así se nos escapa la vida poco a poco!
Para cuando comenzamos a descubrirla, luego de muchos años,
caemos en cuenta de cuántas cosas bellas hemos dejado de lado
en nuestra loca carrera de cada día.
¡Quizás entonces nos quede poco tiempo para abarcar con nuestros sentidos
todas las maravillas que la vida generosa nos ha prodigado
desde el momento cuando arrancamos nuestro precipitado andar!
En fin: El corazón descubre entonces, en la vejez, grandezas que los sentidos no conocen.
En fin: El corazón descubre entonces, en la vejez, grandezas que los sentidos no conocen.
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