domingo, 26 de agosto de 2012

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

DESDE MONTPARNASSE
Como he  dejado entrever en las dos colaboraciones previas, uno de mis objetivos al visitar la hermosa ciudad de París fue acudir al cementerio de Montparnasse, para  conocer la tumba de Don Porfirio, lo que llevamos a cabo mi hermana Susana y yo en nuestro último día de estancia en aquella ciudad  de arquitectura siempre elegante, a ratos majestuosa, la cual vive en particular maridaje con los propósitos turísticos que mantienen las calles de todo el primer cuadro llenas de gente.
   Llegamos al barrio de Montparnasse en metro, a una terminal poco concurrida con relación a otras que transitamos en uno y otro sentido a lo largo de esos tres días.  Al terminar de subir por la escalera hacia el exterior se tiene una extraña sensación de silencio y frescor.  Las amplias calles y el boulevard Raspail con sus árboles centenarios y  majestuosas fachadas nos  transportan a otros tiempos.
    Mientras caminábamos rumbo a la entrada principal del cementerio  nos acompañaron graciosas enredaderas variopintas, que  emergen de los muros del camposanto  hacia la calle.  Y ya cerca  del portón de acceso   percibí un particular olor a humedad que una vez adentro halla explicación; la vasta vegetación provee a las tumbas más próximas a  la barda perimetral una gran humedad;  las lápidas  de esas áreas han tomado un color verde, y muchas de ellas, las más antiguas, se encuentran totalmente cubiertas de musgo.   A la entrada  hay una oficina atendida por un hombre negro ocupado en hablar por celular  en algún dialecto desconocido para nosotras, el cual adivinando el motivo de nuestra visita extiende la mano para entregarnos un mapa del lugar.  Pronto localizamos la tumba  de Don Porfirio, a distancia relativamente corta del acceso principal.
   Nunca la hubiera imaginado, ni en cuanto a dimensiones, ni en cuanto a su estado de conservación. En  aquella infinidad de lápidas, monumentos y pequeños mausoleos, es una más; la distingue el escudo nacional en bronce por encima del marco de la puerta, y en éste último grabada la inscripción algo  desgastada “Porfirio Díaz”.   El mausoleo se localiza en la primera fila de tumbas en la división 15 de la avenida este, de manera que entre ésta y la barda perimetral hay otras  tres tumbas.  Antes de llegar a ella visitamos la tumba de Baudelaire, así como la que contiene los restos de Sartre y Simone de Beauvoir, y  más delante habríamos de localizar las  de Cortázar, la familia Fuentes Lemus y el peruano César Vallejo.  En todas ellas se cumple la costumbre europea de colocar placas conmemorativas, fotografías; macetas con flores naturales; mensajes póstumos; boletos del metro, juguetes o golosinas, y pequeñas piedras, sean judíos o cristianos… La de Don Porfirio tenía  lo que habrá sido alguna vez una rosa, una ramita de geranio rojo tomada de la maceta de algún vecino, y unas cuantas piedrecillas.  En el marco verde no podía faltar, por supuesto, la clásica leyenda mexicana hecha con navaja el pasado mes de julio.  En el interior regadas algunas hojas ilegibles y polvosas, y en el altar del fondo un par de figuras de la  Virgen de San Juan;  tres de Guadalupe, dos pequeñas banderas de México, otra italiana colocada con la mejor intención de que transmute de nacionalidad;   algunos arreglos de porcelana antigua, y otros modernos que simulan ser naturales.   Recargada en un rincón, una placa conmemorativa que supongo se quedó pendiente de ser colocada…
   Se me encogió el corazón por el mexicano cuyos restos parecen olvidados; un hombre que tuvo amistad con mi abuelo también oaxaqueño, del que a la vuelta del tiempo se distanció por razones políticas.  Sentí tristeza por el militar que no tuvo empacho en ser zapatero o carpintero, y un gran admirador de Juárez,  quien consiguió superarse para bien de su país al que amó hasta el último momento.   Así lo señalan las palabras recogidas por el General Cejudo aquel mayo de 1911 en el puerto de Veracruz, antes de que Don Porfirio abordara, como el peor de los criminales,  el barco Ipiranga rumbo a París, en donde habría de morir cuatro años después.
   Pregunto: ¿No es tiempo de reescribir una historia que se ha caracterizado por establecer paradigmas de acuerdo a  los intereses de unos cuantos?   ¿No es momento de perdonar a Don Porfirio su gran pecado de   haber amado a México de un modo paternalista sí,  pero auténtico y profundo?...
   ¿No es tiempo de reencontrarnos con una parte olvidada de nuestra historia, y pugnar porque se traigan los restos de Porfirio Díaz a donde pertenecen? 
   ¡Vaya! Se ha encumbrado a  personajes que el mismo pueblo de México ha condenado repetidamente por daños, y hasta  algunos a quienes se atribuyen crímenes de lesa humanidad…  ¿No es pues,  tiempo de  reconciliarnos con el Porfiriato?   Como gesto de madurez patria, y en  estricto apego a la verdad.  

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