martes, 8 de agosto de 2017

CONFETI DE LETRAS por Erèndira Ramìrez

Cuando se nos educa, se nos repite una y otra vez que esa será nuestra herencia.
   Enseñarnos a aquilatar nuestros estudios, a saber que en esa preparación está en gran parte nuestro porvenir, es el sermón nuestro de cada día. Ese porvenir basado en lo que logremos aprender y en nuestras capacidades y potencial para lograr tener un patrimonio.
     En eso se va la mayor parte de la vida, primero en prepararnos y después en trabajar, en constante búsqueda del ascenso en nuestra posición social, mientras más alto escalemos y logremos acumular bienes seremos admirados, por la casa, el carro, la capacidad adquisitiva que vayamos mostrando tener.
     Orgullosos de haber logrado lo que se esperaba de nosotros o frustrados de ser considerados mediocres, conformistas, por no hacerlo. 
   No se puede dejar a un lado la importancia de esforzarse por lograr bienestar económico, nadie vive del aire y menos ahora que la atmósfera está tan contaminada. Sin embargo resulta fundamental que no dejemos de insistir en imprimir en nuestros hijos el sello que nos caracteriza como seres humanos, nuestro patriminio espiritual, que finalmente es el que nos da la posibilidad de mantenernos en este mundo con la fortaleza suficiente para embestir las tempestades que se nos puedan presentar y que no se compran con dinero ni tampoco puede el más alto rango alcanzado en oficio alguno, permitirnos enfrentar y salir airosos.
   Quizá no es cuestión de repetir una y otra vez que debemos aprender a compartir, que debemos cultivar afectos, que nuestro trabajo debe rendirnos frutos y satisfacción en la medida en que también contribuye al binestar de otros, eso no es a través de sermones que se transmiten, sino de nuestras propias acciones. 
   Enseñanza valiosa el ejercitar la acción de dar, que a través del ejemplo quede impresa en la mente y corazón de nuestra descendencia. 
   Mi tiempo, mi bienestar, es tan importante como el de aquel que me necesite. Porque yo he sido favorecido cuando incluso sin solicitarlo lo he necesitado, tengo la obligación moral de correspondencia, y en ello la satisfacción enorme de saberme útil, capaz de librarme del egoísmo que me encierra en mì mismo.
   Librar las fronteras del yo es tarea fundamental para reconocer en el verbo "dar" la mejor acción que lleva implícito el amar. 
   Quien logra asimilar esto, jamás mediocre se podrá llamar.

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